jueves, 30 de agosto de 2012

Post Mortem LXVI: Maximiliano I de México


Maximiliano de Habsburgo (1832-1867)

El Emperador Maximiliano I de Habsburgo fue condenado a muerte tras un juicio sumarísimo. Fue fusilado en el Cerro de las Campanas de la ciudad de Querétaro, el 19 de junio de 1867, junto con los generales conservadores Miramón y Mejía. Las últimas palabras del Emperador fueron acerca de un reloj con el retrato de su esposa:

"Mande este recuerdo a Europa a mi muy querida mujer, si ella vive, y dígale que mis ojos se cierran con su imagen que llevaré al más allá. Lleven esto a mi madre y díganle que mi último pensamiento ha sido para ella."

El Emperador de México, segundos antes de recibir las descargas del pelotón de fusilamiento, entregó una moneda de oro a los siete soldados del pelotón. Después proclamó:

"Perdono a todos y pido a todos que me perdonen y que mi sangre, que está a punto de ser vertida, se derrame para el bien de este país; voy a morir por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México!"

Maximiliano, que había suplicado no se le lastimase la cara, separó su rubia barba con ambas manos echándola hacia los hombros, y mostró el pecho. No sucumbió en el acto, y se advirtió, porque ya caído pronunció estas palabras: Hombre, hombre. Entonces se adelantó un soldado para dispararle el golpe de gracia, con el cual exhaló el último aliento.

viernes, 24 de agosto de 2012

Los que no quisieron vivir VI: Enrique Méndez Calzada


Enrique Méndez Calzada (1898-1940)

La tercera serie o racha de suicidios abarca desde 1940 a 1946. Siete escritores se quitaron la vida. ¿No habrá influido en esos hombres, casi todos relativamente jóvenes, la tragedia de la guerra mundial? Una catástrofe semejante desequilibra los nervios de muchos millones de seres en el mundo entero y esos desequilibrios traen la muerte por propia mano. Una especie de microbio desparrama por la tierra los deseos de matar y aún de morir. No se habla sino de muerte y de sangre. ¿Cómo asombrarse de que algunos espíritus débiles o propensos se eliminen de este desesperante mundo?

En 1940 se matan Enrique Méndez Calzada, Enrique Loncán y Víctor Juan Guillot. Es muy curioso que los tres fuesen humoristas. También fue humorista Belisario Roldán, pero no en su literatura sino en su conversación, en sus frases espirituales. También lo fue Fernando Ortíz Ehagüe, que murió en 1946. Y no faltaba humorismo, por cierto, la obra de Lugones y tampoco en la de Alfonsina Storni. No creo que la práctica del humorismo conduzca al suicidio, pero sí creo que existe un humorismo amargo, hijo de hondas y escondidas desolaciones del alma.

Enrique Méndez Calzada era simpático y muy buen mozo. Comenzó a publicar en plena adolescencia. Había estudiado en España varios años, por lo cual hablaba un poco al modo de los españoles. La larga permanencia en España y el pertenecer a una familia en que abundaban los hombres cultos -era sobrino de un español eminente, el doctor Rafael Calzada- le sirvieron de mucho: Méndez Calzada escribía con pureza, corrección y serio conocimiento de nuestro idioma. Hasta puede decirse que pocos argentinos escribía como él. 

Publicó versos bastante buenos, aunque él no era precisamente poeta; cuentos de valer como los del libro Jesús en Buenos Aires; y ensayos humorísticos. Esencialmente humorista, su humorismo era personal, no imitado del de Anatole France, o el de Chesterton. Durante unos años fue director del suplemento de La Nación, magnífica revista, actualmente reducida a las modestas "páginas dominicales". Ejerció pues, el cargo que habían ejercido Arturo Cancela y Alfonso de Laferrére y después ejercería Eduardo Mallea. Representaba a La Nación, no sé si en París o en Barcelona. Un día, en un telegrama de Barcelona, anunció La Nación el suicidio, en esa ciudad, de Enrique Méndez Calzada.


De "Entre la Novela y la Historia" de Manuel Gálvez; Librería Hachette, Buenos Aires, 1962.

domingo, 19 de agosto de 2012

Ataúdes de calidad



Esta imagen forma parte de una campaña publicitaria de un fabricante de ataúdes norteamericano de Kansas que pretendía demostrar la calidad y fortaleza de sus productos. Lo cierto es que este pequeño ataúd para niños parece ser capaz de soportar el peso de cuatro hombres adultos lo que no deja de ser poca cosa. 

jueves, 16 de agosto de 2012

El ángel del Hospital Regional



Desde hace tiempo, las instalaciones del Hospital Regional de Salto son el escenario de las visitas de un misterioso ángel mensajero. Se trata de un querubín celestial enviado por Dios a la Tierra con el único propósito de comunicar a ciertos enfermos terminales su inminente travesía a la Región de las Sombras.

A diferencia de otros seres fantásticos que pueblan el imaginario salteño, el ángel del Hospital Regional no posee una fisonomía definida. Puesto que fue moldeado a imagen y semejanza de Dios, también él, como su padre, "se ha hecho todo para todos con el fin de salvar, por todos los medios, a algunos" (I Corintios, 9:22). La mayoría de las veces, el ángel asume la forma de un médico o un enfermero, pero no es infrecuente que adopte la de un compañero de habitación del moribundo, la de un visitante, la de una persona del servicio de limpieza o la de una paloma blanca revoloteando con alegría en las cornisas de las ventanas. Por esta razón, a los ojos del común de la gente el ángel es invisible; sin embargo, los enfermos son capaces de reconocerlo de inmediato, incluso bajo sus manifestaciones más imprevisibles.

En todos los casos, el ritual de la visita del ángel es el mismo. Este se acerca con toda solemnidad al enfermo, que se encuentra tendido en una camilla o recostado en una silla de ruedas, y luego de darle un beso en la frente, toma sus manos y comienza a hablarle. En términos generales, le informa que no debe sentir miedo, pero que conviene que vaya poniendo sus cosas en orden porque el Señor ha dispuesto que su papel en plan divino ha llegado a su fin y tiene decidido llevárselo a su lado. Y en efecto, durante todo este proceso el enfermo no siente temor alguno; puesto que la voz y los ojos del ángel irradian una paz y una serenidad tan profundas y todo su ser parece en verdad una profecía del Cielo, se olvida rápidamente de sus dolores y sufrimientos terrenales para escuchar lo que el mensajero de Dios ha venido a decirle.

Luego de la visita del ángel, el paciente ya no es el mismo. Como ha probado por anticipado las delicias del Edén, experimenta de súbdito una increíble mejoría, que provoca la perplejidad de los médicos tratantes. Una amplia sonrisa se dibuja en su rostro y en sus ojos, que han conocido la Verdad, brilla una nueva luz: la luz de la Esperanza. Sus familiares y amigos lo encuentran rejuvenecido, feliz. Finalmente, cuando el enfermo muere, lo hace en la plenitud de sus fuerzas y enfrenta su destino con el semblante sereno, como si se tratara de un milagro o una bendición.

Mucha gente conoce las leyendas que circulan a propósito del ángel y puede afirmarse sin temor a error que, tarde o temprano, cualquier persona que frecuente el Hospital Regional de Salto tendrá la oportunidad de escuchar algunas de sus historias.


Del "Bestiario del Salto Oriental" de Diego Moraes; Ediciones Cruz del Sur, Montevideo, 2012.

Nota: DIEGO MORAES (Salto, 1979) es un joven y prometedor escritor uruguayo. Entre sus obras, destacan  "Bestiario del Salto Oriental" (2006), "Figari, el Masón" (2008) y "Voces Anónimas" (2009). Si desean conocer más acerca este autor y su obra les recomiendo visitar su blog

martes, 14 de agosto de 2012

Post Mortem LXV: "Hasta que la muerte los separe"



Este daguerrotipo esta fechado hacia 1845 y nos muestra a un caballero, con una expresión tristísima, que sostiene entre sus brazos a su joven esposa, tempranamente fallecida. La expresión extática con los ojos bien abiertos y la boca entreabierta le dan a la señora un aire un tanto grotesco.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Fantasmas



Los fantasmas, que antes pululaban por el mundo, se van retrayendo cada día más del trato humano. Son unos seres susceptibles, y la idea de tropezar con gentes incrédulas que no quieran verlos o no se dignen hacerles caso, y que si los llegan a ver les nieguen descaradamente la existencia llamándoles una alucinación, les detiene cuando van a aproximarse al mundo de los vivos. Para un fantasma que tenga algo de dignidad y de amor propio, verse llamado una alucinación es una injuria intolerable.

Además, los fantasmas encuentran ahora en el mundo una porción de artefactos y utensilios raros que les inspiran extrañeza y temor: hilos de telégrafo, focos de luz eléctrica, cámaras fotográficas, en que algún miembro de cualquier sociedad de investigaciones psíquicas puede tratar de fijar la flotante imagen de la aparición; fonógrafos que pueden recoger el rumor de sus pasos, de sus lamentos, de su arrastrar de cadenas. A los fantasmas les distraía observar a los hombres y sorprenderles con su presencia; pero el verse observados por ellos, les molesta y hasta les ofende. Especialmente la fotografía les incomoda tanto como a los súbditos de Abd-el-Aziz.

Sin embargo, hay todavía algunos fantasmas, más testarudos o menos experimentados, que siguen visitando a los hombres, y se complacen en dar un susto a los escépticos, casi siempre a los escépticos impresionables e imaginativos. Un escritor francés, Paul Ginisty, acaba de comentar donosamente una de esas historias fantásticas, dignas de la pluma de un  Hoffmann. Un médico, que no creía en fantasmas, fue a una casa encantada; se encerró por dentro, con llave, en una de las habitaciones, después de haber registrado todos los econdrijos, y exclamó en voz alta y en son de desafío: - ¡Ahora, que entren los fantasmas!

Entonces ocurrió el prodigio: la llave fue disminuyendo, pareció evaporarse y pasó al otro lado de la cerradura; de suerte que el incrédulo galeno, que se había encerrado por dentro, se encontró encerrado por fuera, prisionero de los fantasmas, que enseguida comenzaron a mover una porción de ruidos desagradables y terroríficos, aunque no llegaron a entrar, sin duda por repugnancia a dejarse ver de un incrédulo. Es de esperar, sin embargo, que el médico en cuestión llegara a verlos algún día, porque desde su aventura en la casa del duende, cree firmemente en los fantasmas, y para estas cosas no hay como la fe.

Ginisty opina que el médico debió hacer lo que el personaje de Dickens que se encontró en una situación parecida. También había ido este sujeto a una casa encantada; pero no con ánimo de provocar a los fantasmas, sino de tener una habitación a poco precio, pues la mala fama del inmueble entre los inquilinos, poco aficionados al comercio con lo sobrenatural, había hecho bajar considerablemente los alquileres. El inquilino iba resuelto a soportar a los aparecidos, con tal de que el casero le fuera soportable. ´

La primera noche que pasó en la casa se le apareció un fantasma. El hombre no perdió la serenidad. Dió las buenas noches al visitante de ultratumba, para que no fuera contando que era un sujeto mal educado, y le dijo: - Le esperaba a usted, y aunque la hora no es muy a propósito para visitas, tendré mucho gusto en que echemos un párrafo. Siéntese usted. Lamento que esa silla esté algo coja. Bueno; pues ahora dígame usted si piensa venir a visitarme con frecuencia a estas horas. No se lo aconsejo. Esto está muy poco confortable, no hay más que trastos viejos. ¿Qué gusto puede usted hallar en esta perrera, cuando hay tantas casas elegantes y  cómodas donde podría usted deslizarse y pasar el rato, pero no pienso prestar mucha atención a sus gestos infernales, que me parecen algo ridículos. Estoy cansado. Perdóneme usted si me quedo dormido.

El fantasma se quedó perplejo y desorientado ante aquella acogida, y acabó por irse. No volvió en las sucesivas noches. Yo no me acuerdo si lo refiere Dickens; pero sé de buena tinta que, a consecuencia de esto, la casa perdió su medrosa fama y el casero le subió el alquiler al inquilino, quien se convenció de que no se debe bromear con lo sobrenatural, y de que los fantasmas le habían jugado una mala pasada.

Con todo, yo te aconsejo, lector, que imites la serenidad del personaje de Dickens en el trato con los fantasmas de la vida real, que no nos asustan, pero nos manejan y gobiernan. Si a todos esos ídolos o fantasmas de la raza, del antro, de la plaza pública, del teatro, que clasifica el sabio canciller lord Francisco Becon de Verulam, en su Novum Organum, les miramos y les hablamos con la serenidad con que habló al aparecido el habitante de la casa encantada, es seguro que nos resultarán menos imponentes, y que conservaremos frente a ellos más personalidad y mayor independencia. ¡No nos asustan los fantasmas!

Y esos fantasmas de la vida real que son hombres, que son ideas, que son costumbres que se adueñan de nosotros y nos reducen a unidades del rebaño, son mucho más de temer que aquellos otros fantasmas del reino del misterio, que ya rara vez se aventuran por el mundo, para no tropezar con incrédulos.


De "Diálogos filosóficos y comentarios de costumbres" de Eduardo Gómez de Baquero; París, 1909.

sábado, 4 de agosto de 2012

Los últimos días del hombre religioso



Mi padre, dice el hijo de Filemon después de su muerte, leía y meditaba todos los días de su vida los sabios consejos que había recibido de aquel varón a quien llamaba el oráculo de su corazón. La costumbre de penetrarse de la solidez y la belleza de la religión había aumentado de tal suerte la sensibilidad natural de su interior, que se le veía enternecerse siempre que se recogía en oración o quería hablar de Dios. Yo era por lo común quien le acompañaba en los paseos que daba por  los contornos de las aldeas; porque los médicos no le permitían que anduviese solo a causa de su quebrantada salud.

"Hijo mío, me dijo un día que respirábamos juntos el aire de las selvas, yo conozco que toda la familia de esta casa hace un serio estudio para distraerme de la idea de mi próximo fin: más yo debo decirte, por el tierno amor que me profesas, que su vana prudencia me aflige; y que deseo me dejen gozar tranquilamente de mi mas dulce y consolador pensamiento. ¡Ah! ¡qué desgraciado es  el hombre cuando se ve reducido a la triste precisión de aturdirse, por decirlo así, y desatenderse de la inevitable necesidad de morir! ¡Y cuan glorioso es para la religión que solo en su seno se la  muerte una felicidad!"

"La impiedad, que ha impugnado y oscurecido todas las verdades que perturban al vicio, debe bien sentir no poder negar la muerte. Si ella hubiera podido desterrar del mundo esta creencia a estas ruinas, y a estos áridos despojos que la mano de los hombres ha querido convertir en un templo, como para ponerlos a recibir el soplo divino que los debe resucitar, y hacerlos servir en la construcción del templo de la eternidad. Mira como millares de árboles silvestres crecen entre esos montones de cabezas inmobles, y como sus flexibles ramas se enlazan e introducen por entre las cavidades de esos huesos, calcinados con el transcurso de los siglos. Al ver esto ¿quien no creerá que la naturaleza impaciente quiere anticiparse al milagro de la resurrección, y que se esfuerza en esparcir todo cuanto tiene de calor y de vida en cuanto encuentra frío y muerto sobre la tierra?"

"¡Hijo mío! no, mi alma no puede resistir al hechizo de las ideas que inspira este augusto y silencioso espectáculo. Paréceme que inmovilidad y profundo silencio que anuncian el imperio de la muerte, son el majestuoso presagio y la señal augusta del prodigio que va a reproducir y reanimar todos estos humanos despojos. Cuanto más contemplo estos montones de huesos y de trozos de hombres, envueltos y confundidos con la tierra, tanto más me aumento en mi idea la multitud de los que los reptiles y los gusanos corroen en el fondo de los sepulcros. ¡Oh! ¡cuan grande es Dios, hijo mío, cuando desde lo alto de su trono incorruptible se le ve aguardar a que la corrupción haya apurado todos sus esfuerzos por aniquilarnos, y prepararse para comunicar su vida y su eternidad a las generaciones convertidas en polvo!"

¡Ah! este paseo, tan delicioso para el corazón de mi padre, y tan doloroso para el mío, solo precedió nueve días a su muerte. Otras dos veces volvimos a este fúnebre lugar. Los ademanes y las miradas de mi padre, desde que llegaba delante de estas antiguas catacumbas, tenían no se qué de grande y divino que se comunicaba a mi alma, y transformaba en una especie de culto religioso todo el sentimiento de mi dolor y de mi ternura.

La última vez que visitamos esta soledad estuvo postrado por espacio de dos horas delante de la gruta, con la inmovilidad de un grave y profundo recogimiento. Su rostro estaba inflamado, y sus ojos llenos de lágrimas. Hijo mío, me dijo al levantarse, mi alma acaba de experimentar una alegría y una dulzura que no puede compararse con nada de cuanto se llama placer y contento en la tierra, al acreditar estas palabras del libro de Job: "Yo sé que vive mi Redentor, y que en el último día saldré del fondo de la tierra; que me hallaré revestido de mis propios miembros y  que veré a mi Dios con estos mismos ojos con que ahora miro lo que está delante de mí. He aquí la dulce esperanza que abrigo en mi pecho." ¡Oh Dios mío! ¿cómo ha podido suceder que una religión tan rica en los muchos e inestimables dones que nos ofrece, haya podido hallar un solo enemigo de su verdad y de sus promesas.

Solo cinco días vivió mi padre después de este último paseo. Como conocía que el desfallecimiento de sus fuerzas no le dejaba ya sino un corto intervalo de vida, quiso consagrar todos los instantes a concluir la obra de sus expiaciones, y recogerse a la meditación de la eternidad. "Hijos míos, nos decía cuando nos presentábamos ante él, Dios concede una muerte bien dulce a un hombre que merecía todos los castigos de su eterna justicia. ¡Ah! no lloréis por mí, pues mi corazón está sumergido en alegría; llorad, sí, por la desgracia de los que mueren sin haber conocido la belleza y excelencia de la religión. Pesad bien estas sublimes palabras de nuestro amado y común Maestro: El que vive y cree en mí no morirá jamás. ¡Oh tierno y adorable libertador de todos los hombres! yo siento en el fondo de mi corazón estas hechiceras palabras, y que a menudo me aproximo al último instante de mis suspiros, toda mi existencia no hace más que inclinarse hacia los brazos abiertos de mi Padre inmortal, yendo a descansar en la perpetuidad de su luz."

"Todas mis potencias responden transportadas a este divino lenguaje de los antiguos oráculos del Señor: He aquí que tu Dios va a hacerte entrar en un profundo reposo; va a penetrar tu alma de todos sus resplandores, y un día librará tus huesos de sus oscuras prisiones, para hacerlos brillar con el esplendor de su gloria. ¡Qué palabras hijos míos! ¡Cómo no muere el hombre de admiración y alegría al meditarlas! Ellas forman el cántico que la religión entonará dentro de pocos días sobre mi frío pero inmortal cadáver, cuando le deposite en medio del templo. Acordaos entonces, hijos míos, de las puras delicias  que vuestro padre gustaba al repasarlas en su espíritu, y sea siempre vuestra fe más grande que vuestra pena. Temed a Dios, hijos míos, estudiad bien la religión, amad a los hombres, compadeced a los malvados, sed buenos e indulgentes para con todos, acariciad a los pobres, y no olvidéis jamás que vuestro padre no fue feliz, sino por medio de la virtud".

Recibió los últimos consuelos de la Iglesia trasportado en una especie de enagenación y deliquios que me es imposible describir. Apoderóse de él inmediatamente un profundo sopor. Después de haber permanecido inmóvil por espacio de una hora en esta especie de letargo, ví que habría los ojos. Acerquéme a él con una bebida que estaba dispuesta para el momento en que volviese en sí. "Hijo mío, me dijo, ya de nada tengo necesidad sino de Dios..." Expiró arrimando su boca a un crucifijo que había tenido siempre entre sus manos.


De "La delicias de la religión cristiana" o "El poder del Evangelio" por el Abate Lamourete; Librería de A. Bouret y Morel, París, 1849.