jueves, 27 de agosto de 2015

El olor de la muerte...


Isidore Lucien Ducasse era un muchacho al que no le faltaba nada. Mostraba un carácter por momentos algo  melancólico, pero sobre todo alegre y generoso. A veces caía en la meditación. Es ahí donde daba muestra de su precocidad de muchachito inteligente. Por otra parte, era alto para su edad y tenía un físico agradable y simpático. Un domingo de otoño, ambos paséabamos a caballo.

Aquel día, Isidore calzaba botitas de gaucho que el viejo Ducasse le había regalado. Estaba orgulloso pues se las debía a sus progresos en inglés.Este episodio debe haber tenido lugar hacia 1857, no lejos de la pequeña ciudad de Las Piedras.

Su caballo gris tordo, de mediana  estatura, estaba cuidadosamente ensillado. Fuimos a visitar a don Víctor, cazador de jaguares y pumas, que abundaban hacia la mitad del siglo pasado. En el interior del rancho, admiró las pieles de las fieras abatidas por don Víctor, al atardecer (...).

Decidimos (...) tomar otro camino, más ancho, para volver a Montevideo. El viejo Ducasse me había recomendado volver antes del crepúsculo. Galopamos durante media hora por un camino polvoriento. En un momento dado, el hedor irrespirable de una carroña nos sorprendió.

Bajo un datura (en Uruguay ese árbol se conoce con el nombre de floripondio)  una vaca cubierta de grandes moscas y rodeada de urubúes (aparentados a los buitres) se desomponía, destripada por las garras de un felino, mientras que el silbido de las lechuzas cubría el silencio. Recuerdo que  Isidore quiso ver la carroña de cerca. Paró su caballo, mientras los urubúes retomaban vuelo.

- Sigamos al sur, dije, esta hediondez es malsana. Por otra parte, a los caballos no les gusta el olor de los cadáveres; se ponen nerviosos por tienen miedo a la muerte. Isidore se había puesto taciturno. Oteaba el horizonte sin decir nada. Creí que el caballo lo cansaba. 

- ¿Quieres un pedazo de rapadura?, le pregunté como un hermano mayor, lleno de atenciones. Rechazó el azúcar brasileño, y me hizo una pregunta extraña: - ¿Huelen los cadáveres humanos como las carroñas animales?

Sin darme cuenta del mal que hacía contesté: -¡Por supuesto!

- Entonces, mamá... ¿ella también?...

De la "Cabalgata a Las Piedras" del Padre Plantet, inserta en "El mito Lautréamont", Ediciones del Bichito, Montevideo, 1998.                                                                           

lunes, 17 de agosto de 2015

El secreto de la muerta

 
Hace mucho tiempo, en la provincia de Tamba, vivía un rico mercader llamado Inamuraya Gensuké. Tenía una hija llamada O-Sono. Como ésta era muy bonita y sagaz, el mercader juzgó inoportuno brindarle sólo la exigua educación que podían ofrecerle los maestros rurales; la confió, pues, a unos servidores fieles y la envió a Kyõto, para que allí adquiriera las gráciles virtudes que suelen exhibir las damas de la capital. En cuanto la muchacha completó su educación, fue cedida en matrimonio a un amigo de la familia paterna, un mercader llamado Nagaraya, y con él compartió una dicha que duró casi cuatro años. Sólo tuvieron un hijo, un varón, pues O-Sono cayó enferma y murió después del cuarto año de matrimonio.  

En la noche siguiente al funeral de O-Sono, su hijito dijo que la madre había vuelto y que estaba en el cuarto de arriba. Le había sonreído, pero sin dirigirle la palabra: el niño se había asustado y había emprendido la fuga. Algunos miembros de la familia subieron al cuarto que había pertenecido a O-Sono, y no poco se asombraron al ver, a la luz de una pequeña lámpara que ardía ante un altar en el cuarto, la imagen de la muerta. Parecía estar de pie ante un tansu, o cómoda, que aún contenía sus joyas y atuendos. La cabeza y los hombros eran nítidamente visibles, pero de la cintura para abajo la imagen se esfumaba hasta tornarse invisible; semejaba un imperfecto reflejo, transparente como una sombra en el agua.

Todos se asustaron y abandonaron la habitación. Abajo se consultaron entre sí; y la madre del esposo de O-Sono declaró: -Toda mujer siente predilección por sus pequeñas cosas, y O-Sono le tenía gran afecto a sus pertenencias. Acaso haya vuelto para contemplarlas. Muchos muertos suelen hacerlo... a menos que las cosas se donen al templo de la zona. Si le regalamos al templo las ropas y adornos de O-Sono, es probable que su espíritu guarde sosiego. Todos estuvieron de acuerdo en hacerlo tan pronto como fuera posible. A la mañana siguiente, por tanto, vaciaron los cajones y llevaron al templo las ropas y los adornos. Pero O-Sono regresó la próxima noche y contempló el tansu tal como la vez anterior. Y también volvió la noche siguiente, y todas las noches se repitió su visita, que transformó esa casa en una morada del temor.

La madre del esposo de O-Sono acudió entonces al templo y le contó al sumo sacerdote lo que había sucedido, pidiéndole que la aconsejara al respecto. El templo pertenecía a la secta Zen, y el sumo sacerdote era un docto anciano, conocido como Daigen Oshõ. Dijo el sacerdote: -Debe haber algo que le causa ansiedad, dentro o cerca del tansu. -Pero vaciamos todos los cajones -replicó la anciana-; no hay nada en el tansu. -Bien -dijo Daigen Oshõ-, esta noche iré a la casa y montaré guardia en el cuarto para ver qué puede hacerse. Den órdenes de que nadie entre a la habitación mientras monto guardia, a menos que yo lo requiera. Después del crepúsculo, Daigen Oshõ fue a la casa y comprobó que el cuarto estaba listo para él. Permaneció allí a solas, leyendo los sûtras; y nada apareció hasta la Hora de la Rata. Entonces la imagen de O-Sono surgió súbitamente ante el tansu. Su rostro denotaba ansiedad, y permaneció con los ojos fijos en el tansu.

El sacerdote pronunció la fórmula sagrada prescrita para tales casos, y luego, dirigiéndose a la imagen por el kaimyõ de O-Sono le dijo: -Vine aquí para ayudarte. Quizá haya en ese tansu algo que despierta tu ansiedad. ¿Quieres que te ayude a buscarlo? La sombra pareció asentir mediante un leve movimiento de cabeza; el sacerdote se incorporó y abrió el cajón de arriba. Estaba vacío. A continuación, abrió el segundo, el tercero y el cuarto cajón; hurgó detrás y encima de cada uno de ellos; examinó con cuidado el interior de la cómoda. No halló nada. Pero la imagen permanecía erguida, con tanta ansiedad como antes. “¿Qué querrá?”, pensó el sacerdote. De pronto se le ocurrió que acaso hubiera algo oculto debajo del papel que revestía los cajones. Levantó el forro del primer cajón: ¡nada! Pero debajo del forro del cajón inferior halló algo: una carta.

-¿Era esto lo que te inquietaba? -preguntó. La sombra de la mujer se volvió hacia él, con su lánguida mirada en la cara. -¿Quieres que la queme? -preguntó Daigen Oshõ. Ella se inclinó ante él. -Esta misma mañana será quemada en el templo -prometió el sacerdote-, y nadie la leerá salvo yo. La imagen sonrió y se disipó. Rompía el alba cuando el sacerdote bajó las escaleras, a cuyo pie la familia lo aguardaba expectante. -Cálmense -les dijo-, no volverá a aparecer. Y la sombra, en efecto, jamás regresó. La carta fue quemada. Era una carta de amor redactada por O-Sono en la época de sus estudios en Kyõto. Pero sólo el sacerdote se enteró de su contenido, y el secreto murió con él.

Leyenda japonesaa, recogida en la "Antología de leyendas de la literatura universal" por Diego de García; Editorial Labor, Madrid, 1953, pág. 1414 y 1415, t. II.

domingo, 16 de agosto de 2015

Las catacumbas de Roma


Las catacumbas eran cementerios cristianos de la época romana, en los que los fieles podían enterrar sus muertos según sus propios ritos. Fueron notables la de Roma por su extensión, sus corredores y sus nichos, así como también por sus pinturas murales. Después del siglo IV, cuando el cristianismo fué reconocido, perdieron importancia y quedaron como recuerdo de una época heroica de persecución y martirio. Las catacumbas más importantes de Roma eran la de San Calixto y la de Domitilia, encontrándose construcciones semejantes en Nápoles y Siracusa.

Del "Diccionario de Historia Universal" de José Luis Romero. Editorial Atlántida, Buenos Aires, 1946.

sábado, 8 de agosto de 2015

Post Mortem LXXXV


En esta ocasión, les presento una fotografía bastante grotesca del cadáver de una mujer que presenta claras señales de putrefacción, como si hubiesen esperado varios días antes de retratarla. Sin embargo, no puedo dejar de decir que la foto me genera algunas dudas acerca de su veracidad. Ya sabemos que las técnicas de retoque fotográfico hacen maravillas en nuestra era digital y acaso este pudiese ser un buen ejemplo de ello. Todo puede ser. ¿Ustedes que opinan?

domingo, 2 de agosto de 2015

La leyenda de "nomeolvides"


El "nomeolvides" o miosota, es una flor pequeñita,  azul, con un poquito de rojo. Nació así: Cuando Dios creó el mundo, dió nombre y color a todas las flores. Una flor chiquitina le supelicaba: - ¡No me olvides! ¡No me olvides! Pero como su voz era tan fina, Dios no la oía. Por fin, cuando el Creador hubo terminado, pudo oír esa vocecilla y se volvió  a la planta. Más ya todos los nombres estaban dados. La plantita no cesaba de llorar, pero Dios la consoló: - No tengo nombre para tí; pero te llamarás "nomeolvides". Y por colores te daré el azul del cielo y el rojo de la sangre. Y además le dijo que serviría para acompañar a los muertos y para consolar a los vivos.

Leyenda nórdica, recogida en la "Antología de leyendas de la literatura universal" por Diego de García; Editorial Labor, Madrid, 1953, pág. 1104, t. II.