sábado, 29 de octubre de 2016

De la muerte...


Todo ser organizado tiene fin. La duración de la existencia variable, según las especies y los individuos, tiene, pues un término que es la muerte. No me detendré en dar una definición. Decir que la muerte es la cesación de las condiciones que mantienen la vida, es eludir la dificultad que se presenta al definir la vida. No veo por otra parte el interés directo de estas cuestiones, en un tratado de medicina legal. Haré solamente algunas consideraciones fisiológicas de suma importancia para el médico legista.

La muerte es necesaria o accidental. La primera llamada también normal o accidental, es la que se verifica según una ley general de la naturaleza, y no depende de circunstancias fortuitas. Según ha dicho Burdach, tiene su fundamento en la esencia del organismo, de modo que acaece después de cierta duración de la vida individual, aún en medio de las condiciones exteriores más favorables. La segunda, es la que producida por circunstancias particulares, hiere al individuo más pronto de lo que permite la duración característica de la especie.

Dos órdenes de causas pueden ocasionar la muerte, exteriores o interiores; su variedad y número explican porque se verifica la muerte accidental en el hombre en épocas tan diferentes; de aquí esas muertes accidentales que sobreviven al cabo de algunos días, algunas semanas, meses o años, de enfermedad, y también esa variedad designada con el nombre de muerte repentina que no se debe tomar como enteramente sinónimo de muerte accidental.

En las muertes repentinas, la causa que ha obrado reside necesariamente en los órganos centrales que presiden a las condiciones fundamentales de la vida, tales como el corazón, los pulmones o el cerebro. Supongamos una alteración cualquiera en uno de estos órganos; los diversos aparatos no recibirán ya la sangre ni la inervación precisa para el ejercicio de sus funciones y éstas se suspenderán inmediatamente. En el día la fisiología ha logrado especificar cuáles son las condiciones orgánicas y materiales necesarias para la vida, y la parte que toman en su sostén, cada uno de los tres órganos centrales que a ella presiden y que forman, según la expresión antigua, el trípode vital; distínguense por lo tanto estas muerte repentinas; según acaecen por una alteración de los pulmones, del corazón o del cerebro.

Del "Tratado de Medicina Legal" (tomo I),  del Dr. Mateo Orfila; Imprenta de Don José María Alonso, Madrid, 1847.

miércoles, 26 de octubre de 2016

La resignación a la muerte


Si hay que aceptar y desarrollar la vida individual, elemento de la vida universal, hay que resignarse a la muerte, que es, asimismo, conforme con el orden de la Naturaleza. ¿Qué sitio debe de reservarse en nuestra existencia al pensamiento de la muerte? Las morales teológicas afirman que el hombre debe hacer de ella objeto de constantes meditaciones, porque la vida presente no es sino preparación para la vida futura, donde el hombre será recompensado o castigado. Al contrario, Epícuro desea que el hombre elimine toda preocupación de la muerte, porque el hombre no tiene ninguna relación con ella: mientras que yo existo, dice Epícuro, la muerte no existe; desde que la muerte existe, yo ya no existo. Para Espinoza, la sabiduría debe ser: "la meditación de la vida, no de la muerte".

La concepción teológica supone resuelto el problema metafísico de la vida futura. Además, hace que se corra el riesgo de desarrollar una forma particular de egoísmo, el egoísmo de un ser que querría conservar eternamente su insignificante personalidad (1). A la inversa, es difícil, imposible, meditar sobre la vida sin encontrar esta doble certeza: la muerte de los que amamos; el acercamiento, más o menos rápido, de nuestra propia muerte. Pero de estas dos certezas pueden nacer sentimientos de un elevado valor moral. El pensamiento de la muerte de los demás puede desarrollar en nosotros, respecto a ellos, indulgencia, piedad. Cuando un hombre ha muerto, olvidamos sus defectos, nos complacemos en alabar sus cualidades. La vida sería mejor, si tuviéramos la misma indulgencia para von los vivos, los futuros muertos. y ¿cómo no participar en los sufrimientos de aquellos que algún día dejarán de existir? ¿Cómo no desear y querer la felicidad para los días que les resta vivir?

A la vista de nuestra propia muerte, el sentimiento que en nosotros debe dominar es el de la resignación. Los estoicos sobre todo, Epicteto por ejemplo, y Marco Aurelio, han desarrollado admirablemente este tema. "Es propio del carácter de un hombre sabio, escribe Marcos Aurelio, no mostrar ante la muerte ni desprecio, ni repugnancia, ni desdén, sino esperarla como una de las funciones de la Naturaleza" (2). El pensamiento de nuestra propia muerte debe desarrollar en nosotros la modestia y el desinterés. "Yo trato de interesarme por los soles que alumbrarán después de mí", escribía George Elliot. Y uno de los pesonajes de Tolstoi, el príncipe Andrés, en La Guerra y la Paz, comprende, cuando está a punto de morir, na verdad profunda: "Cuando más se desprendía de todo lo que le rodeaba, tanto más pequeña aparecía, la barrera que separa la vida de la muerte, que no es terrible sino por la ausencia del amor".

Debemos vivir la vida con suficiente desinterés y generosidad para no temer demasiado el fin de nuestra individualidad; debemos dedicarnos a las grandes causas humanas que subsistirán después de nosotros. La resignación a la muerte puede aliarse muy bien con la alegría de vivir. Descartes escribe, con razón, que es menester "amar la vida sin temer la muerte". Y el poeta hindú Rabindranath Tagore, expresa poéticamente el mismo pensamiento: "Porque amo esta vida, sé que amaré también la muerte".

(1) Cap. VII. tít. "Las sanciones religiosas".
(2) Pensamientos, IX, 3.

Del ensayo "Filosofía Moral" de Félicien Challaye. Editorial Labor, Barcelona, 1936.

sábado, 15 de octubre de 2016

Consideraciones sobre la muerte III: la muerte en el siglo XIX. La muerte ajena.

 
A finales del s. XVIII se produjo otro cambio en las actitudes consistente en la COMPLACENCIA ante la idea de la muerte. En el s. XIX, la gente seguía muriendo en sus casas, rodeada de personas, pero con actitud diferente, en otros tiempos estaban amparados por la oración y ahora estaban turbados por la emoción, lloraban y gesticulaban en una gran demostración de dolor que había desaparecido del s. XIII al XVIII. Era un dolor intenso que luchaba desesperadamente contra la forzosa separación. El miedo a morir se desplaza hacia la muerte ajena.

EL TESTAMENTO

Aparece a finales del s. XVIII e influyó notablemente en la relación que mantenía el moribundo con su familia. Hasta este siglo, la muerte era asunto exclusivo del propio agonizante, que tenía que dejar bien asegurado que su voluntad sería cumplida. Esto se hacía por medio del testamento, casi siempre firmado por testigos ante un notario. Del s. XIII al XVIII, el testamento sirvió, además de para la transmisión de herencias. De esta forma el moribundo obligaba públicamente a que éstos respetaran sus últimas voluntades. En la 2ª mitad del s. XVIII varió la función del testamento, pasando a ser únicamente un acta legal de distribución de los bienes.

EL CONOCIMIENTO DE LA VERDAD

La despedida era un acto fundamental del ceremonial de la muerte. Informar al paciente era un deber del médico, según un documento pontificio de la Edad Media. En la 2ª mitad del s. XIX, se estimó conveniente ocultar al enfermo la gravedad de su estado para protegerle, manteniéndole en un ambiente de falso optimismo, donde las decisiones más importantes se tomaban sin contar con él.
 

lunes, 10 de octubre de 2016

A una joven vestida de luto

 

De aquella que de negro viste, 
Descubre la parda loca, 
Dos corales en su boca
Una azucena en su tez:
Dos luceros en sus ojos;
Una rosa en su mejilla;
Y el coro que en trenzas brilla
Símbolo es de su niñez.

Su estatura es más gallarda
Que la palma del desierto, 
Y su talle aunque cubierto
Por los pliegues del mantón, 
Se ve que es suelto y rotundo
Y que su aérea ligereza
No le cede en gentileza, 
Al de la madre de amor.

De su linda mano el guante,
No deja ver la blancura, 
Ni las gracias de su hechura,
Pero sí su pequeñez:
Su andar es de una vírgen
Que ha descendido del Cielo,
Para lucir en el suelo
Sus pequeñísimos pies.

Por piedad ! jamás te quites
  Si a la calle sales, niña, 
Ese manto, esa vasquiña, 
Esos guantes; porque así
La ardiente antorcha que lleva
En su mano el niño ciego,
No tiene bastante fuego
Para que incendie sin tí.

Pero si quieres que el mundo
En hoguera se convierta,
Suelta el manto y descubierta
Un día déjate ver,
Y yo que te juro que el fuego
De tus ojos celestiales,
A los míseros mortales
Hará de improviso arder.

Necio yo, mil veces necio
Cuando por piedad te pido
Que ocultes lo más cumplido,
Que hay en toda la creación!
No escuches esta plegaria, 
A tus gracias quita el velo,
Y arda la tierra y el cielo
como arde mi corazón.

Juan Godoy 

NOTA: Este poema romántico del poeta y político mendocino Juan Gualberto Godoy (1793-1864) apareció publicado en el periódico semanal "La Mariposa" de Montevideo, N° 23, agosto 3 de 1851.  

sábado, 8 de octubre de 2016

Corona fúnebre a la memoria del Dr. Juan Carlos Gómez

Juan Carlos Gómez
(1820-1884)

Honrar la memoria de los muertos es perpetuar ilustres, es perpetuar el ejemplo de las virtudes cívicas. 

El Club del Progreso -que ha podido apreciar durante una larga serie de años, los relevantes méritos del que fue Juan Carlos Gómez, ya en las luchas ardientes de la prensa, en la enseñanza tranquila de la Cátedra, en los debates agitados del Foro, o en la conversación amena de los salones, sosteniendo siempre con la fe inquebrantable del Apóstol y la galana forma del poeta, los principios que salvan la moral, la dignidad y libertad de los pueblos, se ha creído en el deber de asociarse a las manifestaciones de dolor que su muerte inesperada arrancó a los pueblos del Plata; y como complemento a ese justo homenaje debido a tan austero ciudadano, que fue uno de los fundadores de esta asociación, y murió en el ejercicio de la Presidencia, ha dispuesto organizar esta Corona Fúnebre para que se conserven los discursos que los oradores argentinos y orientales pronunciaron al inhumarse sus restos, y los más notables artículos de la prensa nacional y extanjera de esta Capital y de Montevideo.

Los compañeros del Doctor Gómez quedarán satisfechos, si por este medio concurren a mantener vivo en las generaciones que se forman, el recuerdo de su nombre, y el ejemplo de su abnegación, su carácter y su civismo.

Buenos Aires, Junio de 1884.

De la "Corona fúnebre a la memoria del Dr. D. Juan Carlos Gómez" de AA.VV. Publicada por el Club del Progreso. Imprenta de La Nación. Buenos Aires, 1884.