miércoles, 18 de julio de 2018

El día de las ánimas


REMINISCENCIA CRIOLLA

Hace cerca de medio siglo, allá por el año 50, alcanzamos a ver en un pueblo de campaña, las ceremonias que entonces se celebraban en sufragio de las bendi­tas ánimas del purgatorio, y es curioso parangonarlas con las que ahora se usan en ese mismo dia, en conmemora­ción de los fieles difuntos. Por aquella época, en que todavía la higiene no se había inmiscuido en asun­tos de entierros, los cementerios eran parte integrante de las iglesias, y como éstas se ubicaban con frente á las plazas principales, es claro que los cadáveres se depositaban en el centro de las poblaciones, si bien á mayor profundidad, por­que los enterradores cumplían con más conciencia que ahora, la consigna de  los nueve palmos bajo tierra. Cuando los muertos o sus deudos eran personas pudientes, se colocaban sobre las losas  sencillos monumentos de la­drillo, algunos de ellos con verja, pero por lo común de un gusto arquitectónico detestable; y eso sucedía en el cementerio del cuento. 

La iglesia del pueblo era un rancho con paredes de material y un campana­rio formado por cuatro palos clavados en el suelo y unos atravesamos de que col­gaban las campanas, ocupaba, junto con el cementerio, una media manzana con frente a la plaza principal, y a la casa del cura, que era un excelente vasco es­pañol, llamado don Cosme, a quien ser­vía de sacristán un paisano suyo, don Pascual, muy amigo de los muchachos que ayudaban á misa, y muy enemigo de los perros que perseguía con un arreador cuando levantaban la pata para profanar el templo o la mansión de los muertos. Era, pues,como decíamos, el día de las ánimas y próximamente las diez de la mañana. Las campanas de la iglesia tocaban a muerto y la gente de los alrededores y campaña iba cayendo al cementerio en pelotones, con cargueros de aves y cereales, de quesos y manteca, de corderos, lechones y cabritos.

A manera que llegaban, maneaban sus caballos y transportaban la carga a los sepulcros o al pie de las cruces de made­ra que señalaban los lugares donde ya­cían sus deudos, dejando a poco andar convertido en feria dominguera aquel lugar del silencio. De cuando en cuando Don Pascual, que vestía ese día su chaqueta y pantalón de parada, recorría el cementerio saludando con aire protector a los  que con sus dá­divas y las velas de sebo que encendían al pie de las sepulturas, buscaban el alivio de  las ánimas del purgatorio. Los cabritos y los corderos maniatados entonaban sobre las tumbas un coro de balidos, como el canto de las víctimas destinadas al sacrificio; y las aves, como presintiendo también un fin idéntico, de­positaban sobre las lápidas mortuorias, entre aleteos y graznidos, algo que no exhalaba olor a flores. De repente las campanas doblaron con insistencia; se oyeron murmullos de rezos a la puerta del templo y apareció nuestro cura don Cosme, escoltado por el sacristán y dos ó tres monacillos. 

Los responsos comenzaron a menudearse que era un gusto, prolongándose más o menos en cada sepultura, según la importancia de las dádivas en ella co­locadas, y los monacillos, a manera que se iban terminando, recogían a una seña de don Pascual las ofrendas de los devo­tos, que transportaban enseguida a la casa del cura, para volver por las otras. Aquello era sencillamente monstruoso, bajo el punto de vista de la civilización, por más que demostrara la sencillez y buena fe de los pobres paisanos a  quienes im­presionaba de una  manera increíble las pinturas de aquellos cuadros de ánimas que por entonces se exhibían en los tem­plos, representando mujeres y hombres desnudos sumergidos entre mares de lla­mas. Poco a  poco la antorcha  del  progreso ha ido borrando con su luz las sombras del pasado y hoy se celebra de una ma­nera bien distinta la conmemoración de los difuntos.

Verdad que siempre hay personas (que no criticamos ni aplaudimos porque es cuestión de creencias y nosotros pen­samos que cada cual puede tenerlas como mejor le  parezca) pero ya no hay cuadrúpedos que balen sobre las tumbas, ni aves que las ensucien. Ahora en vez de todo eso, que llevaba el paisano, con la conciencia de aliviar á sus deudos los tormentos del purgatorio, hay profusión de cruces y coronas de flores, más o menos lujosas, que la vanidad, incitada por el comercio, arroja sobre las tumbas, con mucho menos fer­vor que aquellos gauchos de antaño depositaban  sus quesos y sus aves. Si las sensaciones de la vida se sintieran a través del sepulcro, y yo estuviera durmiendo  el sueño eterno, preferiría el sentimiento de piedad de los primeros a la pompa mundana de los últimos. En el fondo, aquello era pura ignorancia, perfumada con las aromas del amor y el recuerdo. Lo de ahora es vanidad sin perfume. La reforma es evidentemente meritoria pero desacertada la elección de los  me­dios.

Si las preces del hombre pueden llegar al eterno en favor de los muertos, deben volar hasta él como nubes de aroma des­prendidas del incensario del alma, y no como ecos perdidos de instrumentos metálicos que suenan en los altares de los cultos externos. El paisano de hace medio siglo profa­naba las tumbas sin saberlo, inducido por el engaño de los que debían ense­ñarlo. Y lo respecto a otras cuestiones sociales, porque la luz  de  la civilización  alumbra  pocas  veces los  fo­gones de los  párias de  nuestra campaña.La  masa del  paisano  se  amolda  fácil­mente á  las  costumbres  que  tienen  por base la moral y el cariño; lo que falta son obreros espertes y concienzudos que pre­paren los moldes. Cuando  eso  suceda,  ya  no  habrá  cementerios al aire libre guarnecidos por co­rrales de piedra en las cumbres de  nues­tros  campos,  ni  cruces diseminadas  que señalen  las tumbas de las víctimas  de  la guerra  civil ó las venganzas.

El Viejo Calisto

Del semanario criollo "El Fogón", N° 9. Montevideo. Año I, 3 de noviembre de1895.

NOTA: El "Viejo Calisto" es el seudónimo que utilizaba el escritor y poeta gauchesco uruguayo Alcides de María (1839-1908), redactor responsable del semanario El Fogón, publicado en Montevideo entre 1895 y 1913.                                       

miércoles, 11 de julio de 2018

La tragedia de Cabeza de Tigre: el fusilamiento de Liniers


En 1810, la Revolución de Mayo había abatido al último virrey del Río de la Plata. En su lugar, la Primera Junta, presidida por Cornelio Saavedra, discurría los medios para lograr la independencia y establecere un régimen político basado en la soberanía popular. Expediciones salían de prisa, hacia las provincias interiores, para afianzar los principios de la revolución y desbaratar los planes contrarrevolucionarios de los realistas. En Córdoba, en secretos conciliábulos, el gobernador Gutiérrez de la Concha y otros personajes fraguaban un plan de resistencia para desbaratar la revolución. Estaba con ellos el ex virrey Santiago de Liniers, que tendría a su cargo las operaciones.

Conociendo estas maquinaciones, la Primera Junta apresuró la partida de un contingente expedicionario al mando del coronel Francisco Ortíz del Campo, con esta terrible orden: que los cabecillas de la confabulación de Córdoba fueran fusilados "en el momento en que todos o cada uno de ellos fueran pillados, sean cuales fueren las circunstancias, sin dar lugar a minutos que proporcionasen ruegos y relaciones capaces de comprometer el cumplimiento de esta orden...". Los jefes realistas fueron, en efecto, capturados; pero en vez de fusilarlos se los remitió a Buenos Aires, para posibilitar una conmutación de la pena, cediendo a las súplicas de Córdoba.

Se cuenta que, al saberlo, el doctor Mariano Moreno -inspirador de aquella extrema medida- envió al doctor Castelli con orden de fusilar a los prisioneros donde los encontrase. "Espero que no incurrirá en la misma debilidad de nuestro general -le dijo-; pero si aún así la determinación tomada no se cumple, irá el vocal Larrea; y por último iré yo mismo si fuere necesario". La severa medida se cumplió el 26 de agosto de 1810 entre las postas de Lobatón y Cabeza de Tigre, a cuyo efecto los prisioneros fueron internados en el bosquecillo de los Papagayos. Antes de la descarga, Liniers se quitó la venda de los ojos y se arrodilló. Después de la ejecución, los cuerpos fueron llevados al pueblo de Cruz Alta.

Liniers había cometido la imprudencia de querer retener el torrente de la revolución, y éste lo arrastró. Su sacrificio puso en evidencia su lealtad a España; esa lealtad de la que tanto había dudado. Sus despojos fueron exhumados en 1861 con el objeto de llevarlos a la capital, donde se erigiría un monumento alusivo. Pero fueron cedidos a España, a pedido de la reina Isabel; y desde entonces descansan en el panteón de los marinos ilustres, cerca de Cádiz.

De la "Enciclopedia Estudiantil" N° 163, Editorial Codex, Buenos Aires, 8 de agosto de 1963.