miércoles, 6 de marzo de 2013

Respeto a los muertos




Nadie más respetuoso que los masones, para con los difuntos, nadie con más solemnidad que ellos, despide a los inanimados restos de un hombre a la mansión augusta donde la materia, alterada por el brusco sacudimiento de lo que llamamos Muerte, va a sufrir la transformación inevitable y fecunda. Es costumbre entre ellos asistir a un entierro con religioso recogimiento y hacer le trayecto con la cabeza descubierta, rindiendo así homenaje de veneración a la memoria de los que se van, y sincero testimonio de pesar a las familias que, en aquel momento, sufren el más cruel de los dolores humanos. Muchas gentes que se descubren a la vista de los ciriales o doblan la rodilla en tierra al paso de un hombre que ostente estas o las otras insignias, permanecen con el sombrero calado a la vista de un cadáver y le miran pasar con la indiferencia con que mirarían el cuerpo de un irracional muerto, arrastrado por los encargados de la limpieza de las poblaciones.

Ellos, que se descubren al entrar en un templo, en un salón de baile, en una casa cualquiera, no tienen una demostración de cortesía para despedir a un semejante suyo, herido por la mano del destino y que desde el fondo del negro ataúd les dice: "¡Hasta luego!" Ellos, que al mandato de sus propias leyes se humillan, o en presencia de un déspota tiemblan, no sienten conmoción alguna ante la ley fatal de la creación ni agita su espíritu sentimiento alguno al encontrarse frente a frente a la majestad suprema de lo Infinito. No se descubren, no, los masones ante un féretro; no arrojan flores y verdes ramos en la tumba de un hombre por mero alarde. Es que penetrados de la fragilidad de la existencia humana y dolidos de la pérdida de un hermano en el infortunio y en las esperanzas, depositan en su último lecho lágrimas de pesar y manifestaciones de amor.

¿Qué importa que en vida de aquel hombre no le conocieran personalmente? Era un individuo de la especie, era un soldado del propio ejército, era una parte de ese gigantesco todo que se llama la Humanidad. Aquel rostro lívido reía, aquella boca cerrada hablaba, aquel corazón latía. Bajo aquel cráneo yerto, un cerebro pensaba y sentía, y a sus impulsos aquel brazo tieso, obraba. Aquello es uno mismo. Aquel espectáculo es un aviso cierto, indudable, del mañana que nos aguarda. Adonde él va, iremos nosotros. Como él está, estaremos. Como él nos deja, dejaremos a nuestra vez a otros. Despidámosle, pues, como otros a su vez nos despedirán. Recuerdo haber visto que al cruzar una piara de toros por un sitio por donde acababa de ser muerta y beneficiada una res se detuvo, olió la sangre, prorrumpió en estrepitosos bramidos y trabajo costó al peón que la conducía hacerla alejar del sitio donde así demostaba sus sentimientos de duelo. ¿Y esto que hacen los brutos, esta manifestación de dolor en que, incurren las fieras, no puede hacerla, en armonía con sus condiciones de ser pensamente, el que se considera hecho a imagen y semejanza del Creador?

Si pasara ostentando sus cruces un general de esos que han acuchillado los pueblos y dejado huérfanos a millares de niños y de viudas y ancianos; si cruzara un torero de esos que descabellan fieras y ponen ante las astas del toro caballos vendados y sujetos por la brida para que el público vea sus vísceras arrastradas por la arena del circo, se descubrirían con júbilo las muchedumbres, y no pueden descubrirse con respeto ante el pobre que pierde las delicias del hogar, los halagos de la fortuna, las afecciones de la familia, los ensueños de la esperanza, y cae, bien a pesar suyo, en la sima insondable de lo desconocido. Los masones que, en su Cuarto de Reflexiones, en sus Cámaras del Medio, en varias ceremonias de sus grados superiores, recuerdan con atributos fúnebres la instabilidad de la vida, aprenden a la vez a profesar respeto sin límites a las ineludibles leyes de la Naturaleza, en cuya virtud surge incesantemente la tansformación de la materia, en la descomposición de los cuerpos y, anoadados por la majestad de lo Infinito, descubren sus cabezas  y se inclinan ante el féretro del hermano que se aleja. Respeten ese culto bellísimo, los que no sean capaces de comprenderlo y practicarlo.

De "La Masonería y sus símbolos" de Joaquín N. Aramburu; Ediciones Botas, México D.F., 1947.

No hay comentarios: