sábado, 4 de agosto de 2012

Los últimos días del hombre religioso



Mi padre, dice el hijo de Filemon después de su muerte, leía y meditaba todos los días de su vida los sabios consejos que había recibido de aquel varón a quien llamaba el oráculo de su corazón. La costumbre de penetrarse de la solidez y la belleza de la religión había aumentado de tal suerte la sensibilidad natural de su interior, que se le veía enternecerse siempre que se recogía en oración o quería hablar de Dios. Yo era por lo común quien le acompañaba en los paseos que daba por  los contornos de las aldeas; porque los médicos no le permitían que anduviese solo a causa de su quebrantada salud.

"Hijo mío, me dijo un día que respirábamos juntos el aire de las selvas, yo conozco que toda la familia de esta casa hace un serio estudio para distraerme de la idea de mi próximo fin: más yo debo decirte, por el tierno amor que me profesas, que su vana prudencia me aflige; y que deseo me dejen gozar tranquilamente de mi mas dulce y consolador pensamiento. ¡Ah! ¡qué desgraciado es  el hombre cuando se ve reducido a la triste precisión de aturdirse, por decirlo así, y desatenderse de la inevitable necesidad de morir! ¡Y cuan glorioso es para la religión que solo en su seno se la  muerte una felicidad!"

"La impiedad, que ha impugnado y oscurecido todas las verdades que perturban al vicio, debe bien sentir no poder negar la muerte. Si ella hubiera podido desterrar del mundo esta creencia a estas ruinas, y a estos áridos despojos que la mano de los hombres ha querido convertir en un templo, como para ponerlos a recibir el soplo divino que los debe resucitar, y hacerlos servir en la construcción del templo de la eternidad. Mira como millares de árboles silvestres crecen entre esos montones de cabezas inmobles, y como sus flexibles ramas se enlazan e introducen por entre las cavidades de esos huesos, calcinados con el transcurso de los siglos. Al ver esto ¿quien no creerá que la naturaleza impaciente quiere anticiparse al milagro de la resurrección, y que se esfuerza en esparcir todo cuanto tiene de calor y de vida en cuanto encuentra frío y muerto sobre la tierra?"

"¡Hijo mío! no, mi alma no puede resistir al hechizo de las ideas que inspira este augusto y silencioso espectáculo. Paréceme que inmovilidad y profundo silencio que anuncian el imperio de la muerte, son el majestuoso presagio y la señal augusta del prodigio que va a reproducir y reanimar todos estos humanos despojos. Cuanto más contemplo estos montones de huesos y de trozos de hombres, envueltos y confundidos con la tierra, tanto más me aumento en mi idea la multitud de los que los reptiles y los gusanos corroen en el fondo de los sepulcros. ¡Oh! ¡cuan grande es Dios, hijo mío, cuando desde lo alto de su trono incorruptible se le ve aguardar a que la corrupción haya apurado todos sus esfuerzos por aniquilarnos, y prepararse para comunicar su vida y su eternidad a las generaciones convertidas en polvo!"

¡Ah! este paseo, tan delicioso para el corazón de mi padre, y tan doloroso para el mío, solo precedió nueve días a su muerte. Otras dos veces volvimos a este fúnebre lugar. Los ademanes y las miradas de mi padre, desde que llegaba delante de estas antiguas catacumbas, tenían no se qué de grande y divino que se comunicaba a mi alma, y transformaba en una especie de culto religioso todo el sentimiento de mi dolor y de mi ternura.

La última vez que visitamos esta soledad estuvo postrado por espacio de dos horas delante de la gruta, con la inmovilidad de un grave y profundo recogimiento. Su rostro estaba inflamado, y sus ojos llenos de lágrimas. Hijo mío, me dijo al levantarse, mi alma acaba de experimentar una alegría y una dulzura que no puede compararse con nada de cuanto se llama placer y contento en la tierra, al acreditar estas palabras del libro de Job: "Yo sé que vive mi Redentor, y que en el último día saldré del fondo de la tierra; que me hallaré revestido de mis propios miembros y  que veré a mi Dios con estos mismos ojos con que ahora miro lo que está delante de mí. He aquí la dulce esperanza que abrigo en mi pecho." ¡Oh Dios mío! ¿cómo ha podido suceder que una religión tan rica en los muchos e inestimables dones que nos ofrece, haya podido hallar un solo enemigo de su verdad y de sus promesas.

Solo cinco días vivió mi padre después de este último paseo. Como conocía que el desfallecimiento de sus fuerzas no le dejaba ya sino un corto intervalo de vida, quiso consagrar todos los instantes a concluir la obra de sus expiaciones, y recogerse a la meditación de la eternidad. "Hijos míos, nos decía cuando nos presentábamos ante él, Dios concede una muerte bien dulce a un hombre que merecía todos los castigos de su eterna justicia. ¡Ah! no lloréis por mí, pues mi corazón está sumergido en alegría; llorad, sí, por la desgracia de los que mueren sin haber conocido la belleza y excelencia de la religión. Pesad bien estas sublimes palabras de nuestro amado y común Maestro: El que vive y cree en mí no morirá jamás. ¡Oh tierno y adorable libertador de todos los hombres! yo siento en el fondo de mi corazón estas hechiceras palabras, y que a menudo me aproximo al último instante de mis suspiros, toda mi existencia no hace más que inclinarse hacia los brazos abiertos de mi Padre inmortal, yendo a descansar en la perpetuidad de su luz."

"Todas mis potencias responden transportadas a este divino lenguaje de los antiguos oráculos del Señor: He aquí que tu Dios va a hacerte entrar en un profundo reposo; va a penetrar tu alma de todos sus resplandores, y un día librará tus huesos de sus oscuras prisiones, para hacerlos brillar con el esplendor de su gloria. ¡Qué palabras hijos míos! ¡Cómo no muere el hombre de admiración y alegría al meditarlas! Ellas forman el cántico que la religión entonará dentro de pocos días sobre mi frío pero inmortal cadáver, cuando le deposite en medio del templo. Acordaos entonces, hijos míos, de las puras delicias  que vuestro padre gustaba al repasarlas en su espíritu, y sea siempre vuestra fe más grande que vuestra pena. Temed a Dios, hijos míos, estudiad bien la religión, amad a los hombres, compadeced a los malvados, sed buenos e indulgentes para con todos, acariciad a los pobres, y no olvidéis jamás que vuestro padre no fue feliz, sino por medio de la virtud".

Recibió los últimos consuelos de la Iglesia trasportado en una especie de enagenación y deliquios que me es imposible describir. Apoderóse de él inmediatamente un profundo sopor. Después de haber permanecido inmóvil por espacio de una hora en esta especie de letargo, ví que habría los ojos. Acerquéme a él con una bebida que estaba dispuesta para el momento en que volviese en sí. "Hijo mío, me dijo, ya de nada tengo necesidad sino de Dios..." Expiró arrimando su boca a un crucifijo que había tenido siempre entre sus manos.


De "La delicias de la religión cristiana" o "El poder del Evangelio" por el Abate Lamourete; Librería de A. Bouret y Morel, París, 1849.

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