jueves, 5 de diciembre de 2013

Uxoricidio sin consentimiento

 
Nuestra moral de hombres civilizados nos impide justificar con igual tolerancia el caso siguiente de homicidio por piedad, pero sin pedido ni consentimiento de la víctima. Un médico dice a un sujeto que su mujer, -a quine adora-, tiene una enfermedad incurable y está condenada a muerte segura, después de una agonía dolorosísima. La enferma ignora ese pronóstico y piensa sanar; esa esperanza es el consuelo único de sus dolores. Esa mujer, además de no pedir ni consentir que la maten, acaricia la vida y la sueña llena de felicidades entre su esposo y  sus hijos. Pero el marido, desolado frente al mal que la arrastra fatalmente al sepulcro, desesperado por los dolores que torturan a su amada, seguro de que sus nuevos y más crueles sufrimientos atormentarán sus días restantes, decide liberarla de sus penas, dándole una dosis mortal en cualquiera de las inyecciones de morfina que suele aplicarle por prescripción médica.

Este hombre mata por piedad, por infinito amor; su uxoricidio es, subjetivamente, un acto heroico. Prescindamos de los desequilbrios que pueden perturbar que pueden perturbar su mente por la desesperación, las noches insomnes, el espectáculo incesante del dolor irreparable; prescindamos de todo ello y admitamos que  ha podido resolver serenamente su acción: ese hombre, ante sí mismo, es un mártir, un hombre de corazón, cristianamente honesto. Sin embargo, no obstante su rectitud moral, no podríamos justificar su acto e irrevocablemente e irrevocablemente le condenaríamos. ¿Por qué? Porque falta el consentimiento de la víctima. La conducta del marido nos parecerá, sin duda, muy atenuada por el móvil piadoso y noble que le impulsó a matar; pero a nadie consideramos autorizado para despenar a quien quiera vivir, aunque los técnicos hayan declarado que la muerte es fatal e inminente.

De "La Psicopatología en el Arte" de José Ingenieros; Elmer Editor, Buenos Aires, 1957.

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