Todos hemos de morir, tarde o temprano. Muchos -acaso el lector pertenece a ese número- ven en la muerte algo espantoso. ¡Qué equivocados están! No es tan horrible morir, después de todo. El que muere va cayendo lenta, suave, inconscientemente en el último sueño, de igual modo que, sin miedo alguno, sin pensar en que no ha de volver a despertarse, se duerme cualquier noche. Esto aseguran quienes se han visto a dos dedos de la muerte. No otra cosa puede inferirse de las últimas palabras de los que murieron. Así lo prueban las de los que han vuelto, pues los ha habido, del mundo de los muertos.
No quiere decir esto que la muerte esté exenta de dolor. Mientras que el cuerpo luche por no morir, habrá padecimientos. Esto, y no otra cosa -la lucha del cuerpo contra la muerte-, son la lenta asfixia de la pulmonía, y los espasmos del que muere ahogado, y los padecimientos de la enfermedad incurable o de la lesión mortal. Pero aquello de "el moribundo que lucha a brazo partido con la muerte" no pasa de ser una frase de clisé, que nos ha llevado a suponer que los últimos instantes de la vida son una lucha horrible.
Veamos lo que nos dice Sir James F. Goodhart, eminente facultativo inglés que se impuso la costumbre de estar presente a la cabecera de todos los moribundos, mientras fue médico interno del Hospital de Guy. Según él: "la muerte en sí no ofrece nada de pavoroso para el que muere. El velo que separa este mundo del otro no es más que una tenue nube a través de la cual pasamos casi sin sentirlo".
Otros médicos notables han corroborado esa opinión: sir Benjamín C. Brodie y sir William Osler, entre ellos. "Morir", nos dice el doctor Alfred Worcester, ex profesor de Higiene de la Universidad de Harvard, "resulta siempre fácil en el último momento". Así, por ejemplo, el cáncer, es una de las enfermedades más dolorosas en su fase final; y, no obstante, el doctor J. Shelton Horsley, distinguido oncólogo de Richmond, en la Virginia, nos garantiza que "la muerte en sí se produce sin acompañamiento de dolor ni de agudas molestias".
He aquí uno de los hechos más consoladores de la existencia: los sucesos que más miedo nos inspiran vistos de lejos, pierden casi siempre, una vez que sobrevienen, gran parte del elemento de terror que les atribuimos. Así ocurre con la muerte. Cuando nos viene a visitar, se humaniza: la vemos acercarse con paso tácito y expresión amiga.
Hace cosa de diecinueve años estaba cierto conferenciante a dos dedos del sepulcro, en un hotel de Boston. Habíasele declarado intensa hemorragia interna y los médicos le advirtieron que tenían pocas esperanzas de salvarlo. "Me parecía que iba flotando hacia la frontera que separa la vida de la muerte", nos refiere Irvin S. Cobb, el desahuciado de entonces, al evocar el episodio. "Empecé a hundirme. Tuve la sensación fiísica, clara y precisa, de que me hundía lenta, suave, continuamente, en una oscuridad que subía no sé dónde a mi encuentro. Había en aquella tiniebla ascendente algo que me enervaba y me envolvía como en un éxtasis. Sentía que, si me abandonaba a ella por completo, descansaría para siempre. Y acepté la perspectiva de una muerte inminente como aceptamos casi todos la de continuar la vida: como algo natural, inevitable".
"Estaba ya envuelto por entero en la tiniebla", continúa diciendo Irvin S. Cobb, "cuando sentí erguirse en mí una fuerza poderosa, y escuché en mi interior una vos que decía: Si me rindo ahora, soy un cobarde. Me queda mucho por hacer todavía. Lenta y trabajosamente fui alzándome del tenebroso abismo. Empecé a luchar por mi vida".
"Muchos sentirán encogérseles el corazón ante la idea de la muerte", concluye Cobb. "Pues bien, yo, que he tenido un pie en la sepultura, les digo, y con toda verdad, que caemos en ella sin experimentar miedo ni dolor; sin rebelarnos, sin quejarnos, libres de padecimientos físicos o morales, sintiendo sólo que aquello es un tránsito inevitable, y que se efectúa dulcemente".
Bruce Barton nos relata algo parecido. Trátase ahora de un hombre ilustrado, de mediana edad, que está a punto de morir de pulmonía en la cama de un hospital. Llega la hora. La enfermera coge una mano del enfermo, como si pretendiera sujetarlo en la orilla misma del precipicio. Hay un momento, trágico, decisivo, solemne, en que ni ella, ni el médico, saben si el enfermo alienta todavía, suspendido de un hilo delgadísimo, o si ha caído ya en el abismo... Pasan unos minutos... el moribundo se reanima.
"Me aseguró el médico que había estado usted casi muerto", decíale pocos días después Bruce Barton al casi resucitado. "¿Qué pensó o sintió usted en aquellos instantes?". "¡Nada!" le constestó él. "Me daba lo mismo vivir que morirme. Sentía un gran cansancio y pensaba: Vaya... ahora podré dormir".
Eso por lo que atañe a los que se han visto cerca de la orilla de la eternidad. ¿Y los que han cruzado esa orilla? Analizando cuidadosamente las "últimas palabras" de 1229 personas notables, se ha encontrado que cada sesenta casos, hay, a lo sumo uno, en que indiquen miedo o dolor físico. En los cincuenta y nueve restantes, aparece toda la gama de sentimientos: desde la indiferencia hasta el éxtasis.
El doctor Eduardo Hammond Clarke ha hecho un estudio de las sensaciones de los moribundos en un libro insólito: Visiones. Uno de sus enfermos se prestó a comunicar todo lo que sintiera, a medida que fuera hundiéndose en la inconsciencia de la muerte. Convinieron en un sistema de señales por medio de los dedos, a fin de que el enfermo pudiese responder a las preguntas que se le hiciesen, cuando ya hubiera perdido la facultad de hablar y de mover la cabeza. Hasta el postrer momento, cuando ya había perdido al parecer al parecer todo vestigio de conciencia, cada vez que el doctor Clarke le preguntaba "¿Siente usted algún dolor?", movía los dedos en la forma que, según lo convenido, quería decir "No".
Andan hoy por el mundo, sanos y cabales, muchos que han estado muertos; muchos a quienes la familia, la ley y la biología habían borrado de la lista de los vivos. Hemos de creerlo bajo la autoridad respetable y respetada del doctor Alexis Carrel, laureado con el premio Nóbel, biólogo, cirujano y autor de La Incógnita del Hombre.
La muerte, según el doctor Carrel, no es instantánea. Hay en ella dos fases: la de la muerte total o muerte del individuo, y la muerte parcial, o de los órganos aislados. La muerte total sigue al último latido del corazón, pues entonces se paralizan todas las funciones esenciales para la vida y se extingue la personalidad. Pero los órganos van muriendo cada uno por su lado. Los riñones, por ejemplo, pueden seguir viviendo por más de una hora.
El doctor Carrell lama a la primera "muerte remediable", ya que mediante la oportuna administración de socorros, puede devolverse a sus víctimas a la vida, si no está seriamente interesado ninguno de los órganos capitales. La segunda es la "muerte irremediable". Sacan a un nadador a la orilla, sin sentido; hallan a un hombre desmadejado sobre el volante de su auto, en marcha el motor, cerradas las puertas del garaje. El médico no siente vestigio de pulso ni el más leve soplo pulmonar. Manda traer el aparato de respiración artificial. Transcurren unos minutos de incertidumbre. A veces, vuelve a la vida.
No obstante eso, el doctor Carrell asegura que el sujeto ha estado muerto, tan muerto como puede estarlo la totalidad de su cuerpo, sin excluir la conciencia. Aquellos que, merced al tratamiento, vuelven a la vida, se diferencian de los que continúan muertos, sólo en un particular: en que no han recibido lesión irreparable en sus órganos esenciales.
¿Y qué cuentan los que han revivido de una muerte por inmersión? Casi todos dicen que no experimentaron padecimiento alguno después de los primeros esfuerzos por salvarse. La angustia de esos primeros instantes fue cediendo el lugar a una sensación de adormecedora languidez. Véase a continuación cómo la describe Grant Allen, que la experimentó:
"Mi indiferencia física a la muerte nace precisamente del conocimiento directo que de ésta tengo. Morirse es tan fácil como dormirse. La conciencia de que se aproximaba la muerte, y la lucha por librarme de ella era lo que me hacía padecer; pero, aún así y todo, no me sentía ni la mitad de lo mal que si me hubiera roto un brazo o me estuviesen sacando una muela. No experimenté ni pizca de apocamiento".
La ciencia nos da la clave de esa actitud ante la muerte cuando sentimos acercarse la última hora. Débese a un proceso de desgaste fisiológico. Cada latido del corazón impele la sangre con menos fuerza que el anterior. A medida que disminuye la tensión arterial, va nublándose el cerebro paulatinamente, como anestesiado por el ritmo decreciente de la vida. La onda férvida e impetuosa de nuestra vitalidad retrocede hacia el océano de la vida universal de donde salió, como lenta resaca que va a confundirse allá abajo, muy abajo, en la profundidad inalterable., lejos de la agitada superficie. Al llegar al último momento, nos envuelve una paz definitiva y suprema, semejante a la que experimenta quien "bien envuelto en la ropa de su lecho, se entrega al deleite de ensoñar".
El presente artículo fue escrito por el Dr. Lester Howard Perry, redactor gerente de "The Pennsylvania Medical Journal" y apareció publicado en Selecciones del Reader's Digest en agosto de 1942.
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