Iglesia Matriz de Montevideo. Acuarela de Lauvergne.
Hasta el año 1792, era de uso y costumbre sepultar los cadáveres en la Matriz primitiva (llamada después la "Vieja") y la Iglesia de San Francisco, así como se enterraban los militares que fallecían, en la Capilla de la Ciudadela. La cosa pasaba ya de castaño oscuro, palpándose las consecuencias de tan perniciosa costumbres. Ese dio lugar a que el Síndico Procurador representase al Cabildo, en diciembre de ese año, la urgente necesidad de erigir un cementerio fuera de muros, proponiendo que se hiciese en él una división "para los niños que muriesen sin bautismo".
La idea del Síndico no podía ser más loable. Suprimir el enterramiento en las iglesias; dar más amplitud para sepultar los que falleciesen, sin tener que colocar los cuerpos como sardinas, o que sacarlos medio frescos tal vez para pasto de los carnívoros; y erigir, por fin, un cementerio descubierto en extramuros, al sur de la ciudad, "por ser lo menos poblado de chacras y algo separado de los caminos". Pero se tocaron dificultades para que el verbo fuese carne, vale decir, para que la idea propuesta se pudiese poner en práctica.
En su defecto, se apeló al "Hueco de la Cruz", para sepultar algunos cadáveres, por pronta providencia, hasta que se acordó destinar una parte del corralón del Convento de San Francisco para enterrar a los pobres de solemnidad. Más como todavía se continuaba enterrando en las iglesias a las personas de distinción, el cura párroco de la Matriz, a la sazón el doctor don Juan José Ortíz, se resolvió con piadoso celos, a construir un mediano camposanto al descubierto, bajo cercado, contiguo a la Matriz (esquina hoy de las calles Ituzaingó y Rincón), que vino a ser el primer camposanto en forma que hubo dentro de los viejos muros de Montevideo.
Cementerio Nuevo, inaugurado en 1835.
Se construyó el primer cementerio, el año 8, fuera de los muros de la ciudad, al sur, sobre la costa del mar. Venía a quedar precisamente donde forman hoy esquina las calles Durazno y Andes, propiedad de Aguiar, ocupando como una cuadra de largo y poco más de media de ancho.
Estaba bajo cercado de ladrillo, mezcla de barro, con una pequeña puerta de rastrillo al oeste. Al fondo se construyó un cuarto para depósito de las herramientas del sepulturero, asignándole a éste un salario de ocho pesos, dándose por bien servido. El osario al aire libre, amontonándose los huesos en la rinconada del fondo. Siete cuartos de longitud por ocho de ancho y lo mismo de profundidad, medían las sepulturas, de lo que quedó el refrán de "siete cuartas partes de tierra a nadie faltan".
Costosa era en aquel entonces la conducción de los fallecidos al camposanto, por lo pésimo del camino por entre barrancos, zanjas y matas de cardos, abrojos y ortigas que cubrían el despoblado, y el barrial en la estación lluviosa. A falta de vehículos había que llevarlos a pie y a brazo, ya en el ataúd el que lo tenía, ya en la camilla con honores de ataúd del convento de San Francisco, que era lo más general para los pobres. El ataúd del Hospital de Caridad, para la conducción de los pudientes que fallecían en la santa casa, costaba un peso el alquiler.
Por espacio de 27 años estuvo en servicio ese camposanto, llamado vulgarmente "Cementerio Viejo", desde el año 1835, en que se inauguró el "Nuevo Cementerio"
De "Montevideo Antiguo" de Isidoro de María; Colección de Clásicos Uruguayos del Ministerio de Instrucción Pública y Acción Social, Montevideo, 1957.
1 comentario:
Don Isidoro de María, sin duda, el mejor cronista que hemos tenido, tal vez por su forma campechana de escribir.
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