Muy Señor mío:
Una desgracia irreparable ha anonadado a Vd. Su pobre hijo, tan lleno de mérito, de talento, de virtudes, la Providencia se lo ha rebotado, sin que el amor de Vd., sus cuidados, sus sacrificios y su abnegación hayan podido detener los progresos de una fatal enfermedad. Una pérdida tan cruel no admite consuelos. Sería preciso ignorar lo que es el corazón de un padre, para concebir un momento la idea de calmar su dolor con palabras que ¡ay de mí! son impotentes a devolverle el objeto de sus más caros afectos, así es que, Señor, no quiero sino mezclar mis lágrimas a las de Vd., y, si se puede, traer algún alivio a su aflicción, mostrándole en mí un amigo casi tan abrumado como Vd., bajo el peso de una prueba tan terrible. Piense Vd. también, Señor, que todos cuantos han conocido a ese hijo querido tienen mis sentimientos, y han pagado en su muerte un tributo sincero de pesares. Quizá entonces esta unanimidad tierna y simpática hará encontrar algún valor aún al padre que ha perdido a su hijo.
Acepte Vd., Señor, la seguridad de todo mi afecto.
PIRROTIN
Lyon, 16 de julio de 1858.
De "El Secretario Universal" por M. Armand Dunois; Garnier Hermanos, París, 1884.
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