viernes, 13 de enero de 2012

De la Muerte



El hombre no siempre llega al término natural de la vida: la muerte le sorprende en todas las edades, porque se halla rodeado por todas partes de causas destructoras. El hambre, la guerra, las epidemias, las enfermedades y mil acontecimientos accidentales producen generalmente la muerte antes de su tiempo natural. La duración de la vida humana, tomando el término medio de millones de defunciones, es de treinta y cinco a cuarenta años. Son verdaderas excepciones los ancianos que llegan a ciento y diez años.

La muerte acontece, porque el cerebro, el corazón y los pulmones dejan de funcionar. Los órganos de los sentidos se embotan; los ojos dejan de ver, los oídos de oír y la piel de ser sensible; la respiración se hace lenta, como también los movimientos respiratorios, que cesan por una última espiración; el corazón, que apenas late, produce todavía algunos ruidos que pronto se extinguen, y la muerte se confirma. Después de esto sobreviene la rigidez cadavérica, y finalmente, la putrefacción.

Todos los tejidos forman varias combinaciones químicas nuevas, que dan por resultado agua, ácido carbónico y amoníaco, cuyos cuerpos se evaporan, y las partes salinas y fijas que componen la armazón ósea, y que también entran en la composición de los líquidos y los tejidos, son las que representan más adelante al cuerpo que dejó de existir.

La putrefacción es el signo más positivo de la muerte, y aún puede decirse que es el único. La falta aparente de la acción del cerebro y la suspensión de los movimientos respiratorios pueden existir a veces sin que la vida se haya necesariamente extinguido, o al menos sin que sea imposible volver a ella. 

La falta completa de los movimientos del corazón, comprobada, no solo en el trayecto de las arterias, sino directamente en la auscultación precordial, podría ser considerada también como un signo casi constante de muerte si no se concibe la posibilidad de los movimientos fibrilares del corazón, muy débiles para poderse oír a través de la jaula torácica y que coexisten en el individuo con la probabilidad de ser vuelto a la vida.

La ciencia posee algunas observaciones que han hecho proceder en casos análogos con mucha circunspección. No es raro, en efecto, encontrar una verdadera muerte aparente en los animales invernantes durante su sueño, en cuyo estado es imposible sentir los latidos del corazón.


Del "Tratado elemental de Fisiología Humana" por Julio Beclard; Segunda edición, Carlos Bailly-Bailliere editor, Madrid, 1871.

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