En todos los tiempos, ha habido hombres, que para sustraerse de las conjogas de la vida, han acelerado voluntariamente el término de ella. La antigüedad admiró esta acción, y la considero como indicio de un heroico valor. Los modernos, en esta parte, han cambiado de dictámen: la religión condena al suicidio como una desobediencia formal a la voluntad divina, como una cobarde deserción del puesto en que Dios nos ha colocado, y en fin, como una pusilanimidad vergonzosa que no sabe soportar los reveses de la fortuna.
Seguramente el suicidio, como hemos dicho, es efecto de una enfermedad, de lento o repentino trastorno de nuestra máquina: para llegar el hombre a estar enteramente cansado de su vida, lo cual, a pesar de sus penalidades, ofrece placeres diferentes a todos los hombres, para que en estos cese el deseo de conservarse, inseparable de la naturaleza; para renunciar absolutamente a la esperanza que siempre queda en el fondo de los corazones, aún en medio de las mayores desgracias, es menester una revolución terrible, y un trastorno general de las ideas, de lo que resulta una fuerte aversión a la existencia, que nuestra imaginación considera como el mayor, más penoso e irremediable de los males.
Unos efectos tan crueles nacen sin duda de una verdadera enfermedad, tal como un acceso de locura o rabia que nos ciegue, o como una enfermedad de tedio, abatimiento y languidez, que nos vaya lentamente consumiendo, y por último nos conduzca a la muerte. Lo mismo que los insensatos o dementes furiosos, los hombres que se matan se llegan a preocupar exclusivamente de un objeto, sin cuya posesión nada les es agradable en la vida. En Catón de Utica este objeto fue la libertad de su patria; en una avaro será la pérdida del oro; en un amante la pérdida de la que ama; en un ambicioso la privación de sus honores; y en un hombre orgulloso, le será la carencia de las cosas que lisonjean su vanidad.
La falta de estos objetos, obra de un modo diferente en los hombres en razón de sus temperamentos o caracteres. Los unos más coléricos, se abandonan repentinamente a la desesperación; los otros de un temperamento menos ardiente o más melancólico, ocultan mucho tiempo el designio e idea de morir. En estos diferentes modos de quitarse la vida, no hay propiamente ni fuerza ni debilidad, ni valor ni cobardía; solo si hay una enfermedad crónica o aguda. Los hombres, acostumbrados a juzgar de las acciones por los motivos que las producen, han admirado el suicidio producido por el amor de la patria, de la libertad y de la virtud, y le han condenado cuando ha tenido por móvil la avaricia, un loco amor o una vanidad pueril.
El suicidio es una verdadera locura: a la religión, pues, le toca el decidir si esta locura es culpable a los ojos de la Divinidad. Si el suicidio es efecto de una enfermedad, no sería prudente el combatirle con discursos. Más la moral puede a los menos suministrar medios de preservarse de un mal tan extraño, que ha llegado a ser epidémico en las naciones mal dirigidas y entregadas al lujo, la vanidad, la avaricia, la corrupción de costumbres y a los placeres ilícitos. Una conducta virtuosa, deseos moderados, economía en los placeres, aversión al lujo y a los objetos capaces de irritar las pasiones y la vanidad y el trabajo, en fin, son los preservativos contra una enfermedad cuyos espantosos efectos son hacernos odiosa la vida y armar nuestro brazo contra los mismos.
El verdadero valor consiste en combatir las pasiones peligrosas: reformando las costumbres, logrará un buen gobierno que los hombres que los hombres vivan contentos con su suerte y que los suicidios no sean tan frecuentes.
De "La Moral Universal o los deberes del hombre fundados en su naturaleza" de Paul Henry Thiry, (Barón de Holbach); Imprenta de D. Mateo Repullés, Madrid, 1821.
2 comentarios:
somos 6,000 millones de habitantes,y nadie sabe que es la vida,de donde venimos,a donde vamos,nadie puede prohibir una decisión libre de apagar la luz.
Yo pensando en suicidarme...deseenme suerte.
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