martes, 31 de diciembre de 2013

¡Feliz 2014!


lunes, 23 de diciembre de 2013

Los dispositivos esperanzadores y la persistente creencia en el más allá


El Hombre es el único animal que medita sobre el fenómeno de la muerte, siendo al mismo tiempo capaz de advertir su existencia y asumirla como la última y más visible de todas las rupturas. A partir de esta forma de conciencia sobre su finitud, podemos comprobar su incesante búsqueda de alternativas, que le ha permitido explicar, resistir y, a la vez, domesticar un acontecimiento que pone culminación a sus días. La muerte ha de ser entendida como el último entre los más importantes ritos de paso. Como tal supone una serie de acciones que se repiten, aunque no de manera idéntica, a lo largo del tiempo y de las culturas, respondiendo a ciertos parámetros preestablecidos que, por sobre todo, buscan instituir una diferencia, "un antes y un después" al decir de Bourdieu, en este caso entre un estado y otro, con relación a la vida.

Este acontecimiento provoca un daño a la red de conexiones que se establecen entre las personas. Parece ser que la única forma de confirmar su existencia es a través del ritual correspondiente al entierro del cadáver. Así los ritos funerarios se constituyen en ceremonias solemnes destinadas a exteriorizar el respeto y la veneración por el fallecido, asimismo el dolor por su pérdida, pero también el temor y la inquietud por la extinción humana en sí misma. La idea de finitud de la existencia del hombre es parte del misterio, que no podrá ser aprehendido como experiencia personal hasta el día de la propia muerte. Mientras tanto, el acontecimiento será percibido como otredad, en los desbordantes signos de que resulta una denuncia inapelable el cadáver.

Los diversos ritos y ceremonias funerarias que identicamos en diversas culturas sólo constituyen vehículos mediante los cuales se reconoce públicamente la dignidad del sujeto. Para Mircea Eliade, su mayor complejidad radica en el cambio de régimen ontológico y social: que supone donde "el difunto debe afrontar ciertas pruebas que conciernen a su propio destino de ultratumba, pero asimismo debe ser reconocido por la comunidad de los muertos y aceptado entre otros..."

De "Muerte y religiosidad en el Montevideo Colonial" por Andrea Bentancor, Arturo Bentancur y Wilson González; Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2008.      

jueves, 5 de diciembre de 2013

Uxoricidio sin consentimiento

 
Nuestra moral de hombres civilizados nos impide justificar con igual tolerancia el caso siguiente de homicidio por piedad, pero sin pedido ni consentimiento de la víctima. Un médico dice a un sujeto que su mujer, -a quine adora-, tiene una enfermedad incurable y está condenada a muerte segura, después de una agonía dolorosísima. La enferma ignora ese pronóstico y piensa sanar; esa esperanza es el consuelo único de sus dolores. Esa mujer, además de no pedir ni consentir que la maten, acaricia la vida y la sueña llena de felicidades entre su esposo y  sus hijos. Pero el marido, desolado frente al mal que la arrastra fatalmente al sepulcro, desesperado por los dolores que torturan a su amada, seguro de que sus nuevos y más crueles sufrimientos atormentarán sus días restantes, decide liberarla de sus penas, dándole una dosis mortal en cualquiera de las inyecciones de morfina que suele aplicarle por prescripción médica.

Este hombre mata por piedad, por infinito amor; su uxoricidio es, subjetivamente, un acto heroico. Prescindamos de los desequilbrios que pueden perturbar que pueden perturbar su mente por la desesperación, las noches insomnes, el espectáculo incesante del dolor irreparable; prescindamos de todo ello y admitamos que  ha podido resolver serenamente su acción: ese hombre, ante sí mismo, es un mártir, un hombre de corazón, cristianamente honesto. Sin embargo, no obstante su rectitud moral, no podríamos justificar su acto e irrevocablemente e irrevocablemente le condenaríamos. ¿Por qué? Porque falta el consentimiento de la víctima. La conducta del marido nos parecerá, sin duda, muy atenuada por el móvil piadoso y noble que le impulsó a matar; pero a nadie consideramos autorizado para despenar a quien quiera vivir, aunque los técnicos hayan declarado que la muerte es fatal e inminente.

De "La Psicopatología en el Arte" de José Ingenieros; Elmer Editor, Buenos Aires, 1957.