jueves, 16 de abril de 2015

¿Por qué nos morimos?


Por ley natural, hablando aquí como naturalistas y no como teólogos, la muerte es la condición general de la vida, y hasta podría decirse que principia con ésta, de modo que, aún cuando los hombres aprendan a evitar las enfermedades, y la muerte por senectud sea tan común como rara es actualmente, todavía subsistirá el gran hecho de la muerte; y aunque ésta llegara a ser una cosa muy diferente de la muerte de nuestros días, cuyo distintivo más terrible es el venir demasiado pronto, casi siempre quedaría por resolver el mismo problema que ha preocupado a todas las personas estudiosas en todas las edades. Si fijamos la atención, o en la vida del hombre exclusivamente, sino en la vida toda de la tierra, tal vez podamos empezar a entrever una contestación satisfactoria.

Por otra parte, parece como si la muerte fuese una condición necesaria para que se reproduzca la vida; fácil es ver que toda muerte es principio de nueva vida sobre la tierra; que nada, en realidad, se consume ni se pierde; y, que si no fuera por la muerte y los nacimientos, la vida nunca hubiera podido desarrollarse en los más humildes animales y plantas, desde sus más bajos principios, hasta lo que es actualmente. Y aún en nuestros mismas vidas podemos observar que existen grandes compensaciones por la muerte. Lo mejor que existe en la vida es la paternidad, los niños y la infancia. Si no existiese la muerte, tampoco habría nacimientos, porque no habría lugar para los niños, y un mundo sin niños tal vez no fuera digno de que viviésemos en él.

La cuestión del sustento es, indudadeblemente, la primera para todos los seres vivientes. El aire es igualmente necesario, pero puede obtenerse siempre en todas partes; la comida no abunda de igual modo. La causa más común  de la muerte entre los seres inferiores, sean plantas o animales, es el habmre, la cual afecta más especialmente a los nuevos vástagos de estos seres, la mayor parte de los cules mueren de inanición.

De "El Tesoro de la Juventud o Enciclopedia de Conocimientos", tomo VII; W. M. Jackson, Inc., Editores, s/f.                                                                                     

jueves, 9 de abril de 2015

La "alegría en la muerte" en los indígenas precolombinos


La semejanza entre el caribe y el azteca está basada en dos circunstancias importantes: también tienen en común una especie de "alegría en la muerte" y un sentimiento profundo de cualidad mágico-religiosa de la sangre. La Madre Tierra es imaginada por el azteca como la Diosa de la Muerte, que al mismo tiempo es la Diosa de la Vida. Su poesía celebra el thanatismo con un acento profundo de eclesiastés judío:

Toda la tierra es una tumba y nada se escapa de ella;
nada es tan perfecto que no se derrumbe y desaparezca.
Los ríos, las fuentes y las aguas corren,
para nunca volver a sus alegres comienzos.

El culto de la muerte y el culto de la sangre los llevaron al  culto de la guerra. Buscando víctimas que  ofrendar en sacrificio, inventaron las guerras que denominaron "guerras floridas"; alguien ha dicho: "cuando corría el negro arroyo (de la sangre), ellos veían surgir de él una flor mística". Los aztecas, como los caribes, suplementaban su dieta con la guerra, pues las víctimas sacrificadas después de una campaña eran despedazadas y su carne se vendía al populacho en los mercados públicos.La sangre era la vida, el fluído mágico. Representaba la unidad esencial metafísica del hombre con el cosmos y con los demás seres entre los cuales está el inmerso. Era el símbolo de la continuidad de toda vida. Darramada y vuelta a tierra, cerraba el ciclo de la vida individual, pero hacía salir de la entraña telúrica una nueva vida. El derramamiento de sangre significaba siempre la consumación de un ciclo, la eternización de algo instituído, de cuya perennidad respondía en su vaho mágico. Como apunta acertadamente Beals, el sacrificio de sangre representó una necesidad elemental, que los españoles continuaron con las corridas de toros, derivada, en parte, de fuentes sagradas similares y festivales de sacrificio de los griegos. Cuando la sangre sale de un toro o de un ser humano, una serie de emociones se sienten: temor, excitación, lujuria, piedad, el instinto de procreación, la idea de una rica exuberancia de la vida...

"El derrame de sangre toca cosas más profundas en nuestra naturaleza de lo que suponemos. Retrocede, tal vez, a nuestros tiempos de caníbales, cuando el ciclo de sacrificio era cumplido de verdad con la ingestión de la carne, y una continuidad simbólica promovida por el hombre... Las emociones evocadas se encuentran en el verdadero plasma germinal, en la absorción de la célula elemental y en la expulsión o rechazo de las cosas externas...La vista y el olor de la sangre no solo afectan nuestros grandes centros nerviosos, sino también ponen eréctil, casi en un sentido sexual, a cada una de las células de nuestro cuerpo. Hay cierta vibración atómica rápida que afecta al protoplasma primitivo inconsciente del cuerpo. Sabemos que las células individuales aisladas puestas en un medio dado al momento empiezan a palpitar... Los sacrificios sagrados de los aztecas no solo hicieron que las células del cuerpo palpitaran, sino que hicieron palpitar todo el universo y conservar todas sus propiedades dadoras de vida, su fecundidad. Hicieron  que las flores abrieran escarlatas; hicieron que las semillas germinaran; contribuyeron, como poder divino, a la continuación del proceso vidente, que, en esos mundos, al parecer de piedra, parecía volver a un estado puramente iluminado y metálico..."

El pueblo azteca se ha continuado en el mexicano actual, que siempre sella con sangre todas sus conquistas sociales, como único medio de hacerlas eternas, generadoras y efectivas. También podemos atribuir todas estas vivencias crueles y religiosas de la sangre a los caribles. Aunque no faltara en cierto modo entre los indios de los Andes y los Arawak del occidente. La vivencia del derramamiento de sangre despertaba en el hombre a la fiera primitiva, a la "cosa" informe que la herencia paleontológica escondió en nosotros, y que como monstruo subhumano los cretenses simbolizaron en la forma del Minotauro; la religión sangrienta de los aztecas, caribes y otros indios, es represenación inevitable del Minotauro americano.

De "Hacia el indio y su mundo" por Gilbero Antolínez (Xuhé). Librería y editorial del Maestro", Caracas, 1946.