sábado, 29 de junio de 2019

Muerte repentina


Ayer en un conventillo situado en la calle del Cerro, esquina Buenos Aires, cayó repentinamente muerto un individuo que vivía en él. Es tal el temor que tiene la gente a las medidas que, a pesar de que la muerte se parecía tanto a la fiebre amarilla como un huevo a una castaña, todos los inquilinos del conventillo liaron petates y se fueron con la música a otra parte, huyendo a las guardias, encierros, desalojos y todo ese cortejo de medidas fúnebres que acompañan a la fiebre amarilla, como si ella solita no fuese más que suficiente para asustar al pueblo. Hemos llegado a una época tal de julepes y preocupaciones, que ya nadie habla de mas enfermedad que la fiebre. 

Las otras dolencias no llaman la atención, como si no existiesen, como si no matasen. Cuando se enferma un individuo, el diagnóstico siempre es el mismo: fiebre amarilla. Hemos de oír todavía que un hombre que muere de una puñalada, muere de fiebre amarilla, porque el asesino había estado en el foco y había usado el cuchillo en el barrio infestado, dejándolo contaminarse con el aire envenenado que por allí se respira. Indudablemente, la fiebre amarilla es la enfermedad de moda. Aunque me tachen de atrasado, prefiero andar a la antigua.

Jabón

De "La Democracia" N° 247. Montevideo, 1 de abril de 1873.

sábado, 1 de junio de 2019

Ritos funerales

Título: Doña Juana la Loca
Autor: Francisco Pradilla
Técnica: Óleo sobre lienzo
Año: 1877

Los ritos más antiguos recordados en la historia de las naciones son los practicados con los difuntos. Las exequias, las ceremonias, el lugar o el modo han sido diferentes entre los antiguos y los modernos, entre las naciones civilizadas y entre las tribus salvajes. Muchos suponen que el único fin de destruir o depositar los cadáveres ha sido, en todos tiempos, el librar a los vivos de los miasmas ofensivos y peligrosos de los muertos, pero nosotros hallamos en esto otra razón más noble. El padre que pierde al heredero de su nombre, de sus títulos y de sus bienes; la madre que llora la muerte de su único hijo; la viuda que por un accidente fatal queda privada de su protector, compañero y único consuelo en el mundo, no se aceleran a remover los restos de sus amados objetos por temor de contagio, sino los depostian en paraje seguro donde puedan ir a llorar sobre su sepultura, o a contemplar silenciosos el sepulcro donde yacen.

La reina Doña Juana, madre del poderoso Carlos V, no permitió jamás sepultar a su marido, Felipe I, más le mantuvo en su aposento y le hacía llevar junto a ella en todos sus viajes. Es verdad, que fue declarada loca por esta circunstancia, pero ella, aunque sumamente excéntrica, prueba que el afecto por los finados, es muy superior al disgusto que puede causar la cercanía de sus cadáveres o al peligro de infección. Pero sin tratar de las personas, y solamente del lugar, hallaremos que los cementerios no han sido jamás considerados como un lugar de podredumbre animal, sino como la ciudad de sus antepesados y que se consideraban obligados a respetar y defender como a su propia patria.

De "El Instructor o Repertorio de historia, bellas letras y artes". Madrid, 11/1834, n.º 11