Ocho meses después que Lugones, el 25 de
octubre de 1938, se suicidó Alfonsina Storni. ¿Por qué? Concretamente, no lo
sabemos. Creo que no lo sabe nadie. Acaso en una palabras mías publicadas en Nosotros, a raíz de su muerte,
en el número especial que le dedicó la revista, pueda encontrarse un rumbo.
Decía así:
Alfonsina Storni no pertenecía al tipo de
los escritores que fríamente, pegan con arte unas bellas palabras junto a otras
bellas palabras. Puede afirmarse que se ha arrancado del alma cada uno de sus
poemas. Porque cada uno corresponde a un dolor diverso, o a un matriz del mismo
dolor; o a una inquietud casi obsesionante; a una angustia moral. No ha habido
en nuestra literatura un alma tan atormentada como ella. Sufría hondamente por
cosas que no hacen sufrir a otras mujeres. Por toda esta cantidad de dolor que
había en su alma, era, como mujer y como escritora, tan humana. Tenía un
sentido trágico de la vida, del cual no creo, dada la tristeza de su final, que
se hubiera atenuado con los años. ¡Para ella sí que era la vida una tragedia!
Llevaba la tragedia en su corazón apasionado; en su espíritu, que buscaba el
equilibrio y la paz sin encontrarlos; en su alma, que ha de haber llegado, más
de una vez, a la desesperación.
Decía yo en mi artículo cosas que creo
interesantes, pero que aquí no caben. Y terminaba:
Esta mujer apasionada, sensible,
intuitiva, soñadora, atormentada, dolorida y bondadosa, conoció como nadie la
soledad. Puede decirse que vivió huyendo de la sociedad.
Por Manuel Ugarte supe que Alfonsina había
leído mi novela Hombres en
soledad, recién aparecida y que había quedado hondamente impresionada. No
menos impresionado estaba Ugarte, en cuyos ojos, al hablar de mi libro, ví que
asomaba una lágrima. Estoy seguro de que esa impresión fue una de las razones
que indujeron a mi amigo a huir de Buenos Aires, yéndose a Chile. Me aterroriza
el pensar que pude haber influido en la resolución de Alfonsina.
Pocos años antes había sido operada de un
cáncer en uno de los pechos. Quedó bien, perfectamente bien. Es verdad que el
mal podía reproducírsele en el otro lado, pero entiendo que nada anunciaba
semejante calamidad. ¿Bastó el temor a otra operación para empujarla a la
muerte?
Ya dije que ella era atea, atea en
absoluto. Ugarte me contó que vivía siempre inquieta, atormentada. Alfonsina
había sido tremendamente humillada en su adolescencia, allá en Santa Fe, donde
vivía; pero no por la sociedad sino por un hombre. Considerábase al margen de
la existencia regular. Daba extremada importancia a las opiniones de ciertas
personas sobre su conducta. Creíase despreciada, y no era así. Tal vez la
compadeciesen, pero nunca oí hablar de ella con antipatía, sino al contrario.
Recuerdo que una joven distinguida, de gran familia y fortuna, que después se
casó con un príncipe alemán, me dijo que ella admiraba extraordinariamente a
Alfonsina por su vida; y no la había tratado, y hasta creo que nunca la había
visto.
No sentía amor por la vida, por la vida
que ella llevaba. Sin halagos personales, viviendo con estrechez, llena de
inquietudes, tormentos, ansiedades y careciendo del consuelo de Dios -único
verdadero consuelo para esa clase de males- era lógico que deseara la muerte.
El ateísmo absoluto es uno de los caminos que conducen al suicidio. Esta es
también la opinión de Dostoievski. Recordemos su libro Bési, que en francés y en
español se titula Los poseídos,
y en donde uno de los personajes principales, Kirilov, se mata porque cree que
Dios no existe.
En casa nos enteramos por la radio de la
muerte de Alfonsina. Mi consternación fue muy grande. Al otro día, dijeron los
diarios que, hallándose la escritora en Mar del Plata, se había arrojado al mar
y que había dejado un par de cartas: una para el comisario y otra para mí. Fue
enorme mi sorpresa. ¿Qué diría esa carta? Estuve inquieto varios días hasta que
el documento llegó a mis manos. Debí viajar a La Plata , donde me lo entregó
el juez federal.
¿Fue Alfonsina a Mar del Plata con
intención de quitarse la vida allá? Me parece más probable que el mar la atrajo.
Amaba el mar, y entiendo que había nacido en alta mar; pienso que ella me lo
contó. Ahora aseguran que había nacido en Suiza. Lamenté con toda el alma no
haberla buscado en los últimos años, pues acaso yo hubiera podido decirle cosas
que la apartaran de su obsesión de morir.
Antes de copiar las breves líneas que me
dirigió, debo confesar que, después de haberlas leído, comprendí que me
escribiese a mí y no a otro. Ella tenía de mí una alta idea: me juzgaba leal,
caballero y buen amigo. Me sabía cumplidor, exento de egoísmo y capaz de hacer
un gran servicio a cualquiera. Decía así la carta de Alfonsina:
Querido Gálvez: Estoy muy mal. Por
favor... mi hijo... Tiene un puesto municipal, yo otro; ruégele al Intendente
en mi nombre que lo ascienda, acumulándole mi sueldo. Gracias. Adiós. No me
olviden. No puedo escribir más. Alfonsina.
Tinta roja. Palabras que se caen hacia la
derecha. Líneas muy irregulares. Impresionante documento. "Estoy muy
mal"... Y luego las tristes, las dolorosas palabras finales: "Gracias.
Adiós. No me olviden. No puedo escribir más."
Las tres palabras del comienzo,
"estoy muy mal", hacen creer que acaso estuviese enferma, que hubiese
principiado a reaparecer el cáncer. Pero creo que se refiere a la enfermedad de
su alma.
No hay para qué decir que enseguida me
ocupé de realizar el deseo de Alfonsina. Lamé al joven Alejandro Storni y lo
llevé ante Goyeneche, Intendente Municipal de Buenos Aires. Goyeneche me
prometió hacer lo que Alfonsina pedía. Y nos presentó a un funcionario importante,
al que encargó arreglar pronto el asunto.
De "Entre la Novela y la Historia " de Manuel
Gálvez: Librería Hachette S.A., Buenos Aires, 1962.
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