Odio visitar los cementerios el Día de Todos los Santos. El espectáculo de las ofrendas florales multitudinarias, rito mediante el cual los que están arriba tratan de aplacar el terror que les inspira quienes ya están abajo, me parece una abyección a duras penas disfrazada de sentimentalismo.
Cuando veo esas ancianas rigurosamente enlutadas moverse entre las tumbas floridas, como diligentes abejas de la muerte, desearía no llegar a morir nunca para no sentir el renqueante sadismo de sus pasos sobre la hierba que, indefectiblemente me cubrirá. Compadezco a los espíritus sensibles; desde sus pútridas mazmorras subterráneas, sentirán el peso de esas vidas miserables sobre sus cráneos como la más horrible de las maldiciones. La paz de los muertos no debería violarse jamás.
Pero ya no creo, después de la atroz experiencia que he vivido, en esa supuesta paz de los muertos. O, mejor dicho, en la paz de algunos supuestos cadáveres, si es que por este término entendemos a los cuerpos cuya descomposición nos induce a creer que están "absolutamente" privados de sensibilidad. Una oscura intuición, que mi mente se esfuerza en vano por no considerar una evidencia, me dice que el imperio de la muerte no es a veces tan completo como desearían algunos desdichados.
De "Valentine", cuento de Alexander Demarest; en Biblioteca Universal de Misterio y Terror. Ediciones Uve, Madrid, 1981.
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