En el cementerio de la Recoleta de Buenos Aires existe un monumento que la admiración y la gratitud erigieron hace algún tiempo a la memoria de un héroe muerto en el mar. No se trata, sin embargo, de un marino, ni de un militar, sino de un simple ciudadano: don Luis Viale. El monumento representa un hombre cuyo rostro refleja mezcla de dolor y firme resolución, dirigiéndose a largos pasos a un sitio del cual no aparta la vista, y llevando en la mano derecha un salvavidas, de esos que se usan en alta mar cuando ocurre un naufragio. ¿Adónde va? ¿Por qué lleva ese objeto en la mano? Van a saberlo.
Una víspera de Navidad, el 24 de diciembre de 1871, embarcáronse en el vapor América numerosos pasajeros con destino a Montevideo. La alegría y animación, propias de personas que viajan por placer, reinaban entre ellas hasta pasada la medianoche, por cuyo motivo muchos no se habían retirado aún a sus respectivos camarotes. De pronto, la voz de ¡fuego a bordo! resuena repetida y multiplicada por los labios de los consternados pasajeros, a la que siguieron las de ¡socorro! ¡sálvemonos! lanzadas con la desesperación que da el convencimiento de que todo esfuerzo es inútil e imposible. El fuego avanza con desesperante rapidez... los tumbos del buque revelan ya los estragos del voraz elemento... ¡comienza a hundirse!... La tripulación trabaja esforzada y abnegadamente, pero todo es inútil.
La más espantosa confusión sucede a la alegría de momentos antes. Todos corren en busca de salvavidas y luchan por conseguir uno. Las madres llaman a sus hijos y piden que se salven. Los hombres tratan de embarcar a los suyos en las lanchas desamarradas ya del buque. Los gritos de los que caen al agua o de los que ven la muerte inminente, se mezclan a los de la gente de a bordo que lucha aún contra el fuego. Aquello es horrible.
En ese momento, Viale, que viaja solo y ha conseguido un salvavidas, se dirige hacia la borda para cenírselo y saltar al agua. Es buen nadador y espera salvarse. Pero, ante él, una señora, con la desesperación pintada en el rostro, sin proferir una queja espera, aterrada y convencida, sin duda, de la inutilidad de toda tentativa. Viale se detiene... aquella señora es madre, y, por lo tanto, su vida es más necesaria que la de él.... ¿La dejará perecer?... Su conciencia se rebela ante la cruel interrogación. No hay tiempo que perder, Viale ha tomado una resolución: rápido como el pensamiento, entrega el salvavidas a la señora de Marcó del Pont, diciéndoles: sálvese usted, señora.
Y, llena el alma de satisfacción, después de consumado el propio sacrificio, cruza los brazos sobre el pecho y espera la muerte. Entre los náufragos del vapor América recogidos con vida, estaba la joven señora salvada por Viale; el cadáver de éste jamás ha aparecido... Pero si perdió la existencia en tan heroico y generoso arranque, ganó, en el corazón de su pueblo, el derecho a ser colocado entre los héroes que realizan el sacrificio de su vida con la sencillez del que cumple un deber de humanidad.
De "Cultura Moral y el código moral para los niños" por Willian J. Hachtchins. Papelería Comini, Casa editora, Montevideo, s/f.