jueves, 15 de noviembre de 2012

Los alegres funerales de "angelitos"



Si bien esta clase de celebraciones ha traducido en todo tiempo casi por lógica la aflicción y el dolor de los vivos, algunos pueblos han enfrentado el trance con manifestaciones de alegría, fundados en que el muerto ha ingresado en un nuevo estado de felicidad. Ese fue el fundamento que mantuvo hasta casi el propio siglo XX en algunas regiones de España la costumbre de festejar, en vez de lamentar, la muerte infantil. El fenómeno -con muy lejanos antecedentes entre los antiguos fenicios- alcanzó sobre todo a las clases populares de Canarias, Castilla, Levante, Andalucía y La Mancha, entre quienes tenían lugar bailes y cantos en tales ocasiones. 

Los caracteres de "inocente" y "ángel" atribuidos al difunto de corta vida ameditaron la festividad, sobre todo porque se lo suponía accediendo a una vida mejor de la que esperaba a quienes permanecerían en la tierra, lo mismo que librando a los suyos de los gastos, trabajos y desvelos consiguientes a su crianza, para convertirse a su vez en eficaz intermediario ante los ya muertos y Dios. A todo ellos se unían el fatalismo y la indiferencia frente al fenómeno de la elevada mortalidad de párvulos en la época. Como es obvio, la usanza formó parte del aludido bagaje de tradiciones que acompañó a los migrantes peninsulares a América, para alcanzar grados variables de implantación en el nuevo destino.

Un autor que describió con eficacia el Uruguay rural y captó la pervivencia de la costumbre hacia el 1900 en la campaña agregaba que, si alguna persona lloraba en medio de la fiesta, era reprendido por los demás participantes, pues se creía que las lágrimas humedecerían "las alas de angelito", impidiendo su ascenso al cielo.

En los sectores populares del Montevideo colonial hemos hallado huellas escasas pero firmes de esa práctica. Aparecen en dos relatos incorporados a sendos expedientes judiciales por parte de igual número de padrinos (a quienes correspondía tradicionalmente iniciar el llamado baile de los muertos, con que solía abrirse el ceremonial festivo de los niños velados). El primero de ellos corresponde a un hecho policial suscitado en 1793 en la Villa de Pando por uno de los participantes que, bajo los efectos del alcohol ingerido durante la noche del velatorio, cometió al día siguiente un delito de sangre. El testigo Benito Píriz señalaría como motivo de la reunión el "habérsele muerto a su compadre Francisco Mesones un párvulo ahijado del declarante" y que el agresor había pasado con ellos "divirtiéndose toda la noche", al cabo de la cual marcharon todos "para la capilla, trayendo el cuerpo del párvulo a darle sepultura".

El segundo testimonio pertenece a Manuela González, la madrina de otro niño fallecido en 1806, a quien decidió velar en un cuarto del conventillo donde residía. "Lo traje a mi habitación y, consiguientemente en aquella noche, con anuencia de mi marido... hice una diversión", explicaba la mujer al magistrado.

Daniel Granada daba cuenta a fines del siglo XVIII de una aparente deformación local de esas celebraciones, extendidas a veces durante "dos, cuatro, seis o más días": "Los vecinos y amigos solicitaban de los padres o deudos del cuerpo de la criatura, para celebrar en su casa la bienhadada fiesta. Andaba a ese intento el cadáver putrefacto de casa en casa, dando motivo a que la juventud se divirtiese, jugando, bailando, chacoteando, comiendo y bebiendo".

De "Muerte y religiosidad en el Montevideo colonial" de Andrea Bentancor, Arturo Bentancur y Wilson González; Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2008.

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