Entre los pueblos ecuatorianos había algunos que, como los puruhaes, adoradores del Chimborazo, hacían sacrificios humanos sobre el altar del templo levantado en el límite de las nieves perpetuas. El ídolo recibía la sangre de los prisioneros de guerra. Tenían también la práctica de la inmolación de los primogénitos, cuyos cadáveres conservaban embalsamados, dentro de sus habitaciones, en vasos de piedra o de barro.
En la costa de las Esmeraldas, los indígenas, a semejanza de los jíbaros de las selvas orientales, ofrecían a sus dioses las tsantsas o cabezas reducidas de los enemigos, muertos en sacrificio. Adornaban los templos con estas cabezas, preparadas de un modo especial para que su tamaño disminuyese, hasta quedar como el puño de la mano de un hombre. En Manabí, en Machala y en la isla de Puná, notable por la fiereza de sus habitantes, no solo sacrificaban a los prisioneros de guerra, sino a las mujeres y a los niños.
Practicaban sus ritos con refinamientos complicados. Despellejaban los cadáveres de sus víctimas, y después de preparar la piel con todo esmero, la llenaban de ceniza, y finalmente la cosían, para que todo el cuerpo humano apareciese como de persona viva, en parte visible del templo.
De "Breve historia de América" de Carlso Pereyra; Editorial Zig-Zag, Santiago de Chile, 1946.
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