Lautréamont según Salvador Dalí (1927)
Es necesario dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡Ah, qué hermoso es arrancar de la cama, súbitamente, a un niño con el labio superior aún sin vello y, con los ojos muy abiertos, simular una suave caricia sobre la frente para echarle los hermosos cabellos hacia atrás! Luego, repentinamente, cuando menos se lo espera, hundirle las largas uñas en el blando pecho; pero que no muera, porque si muriese, no tendríamos más tarde el aspecto de sus miserias. En seguida, se le bebe la sangre y se le lamen las heridas; durante todo este tiempo, que debería durar tanto como la eternidad, el niño llora. Nada hay tan rico como su sangre, extraída como acabo de decirlo, caliente aún, salvo las lágrimas, amargas como la sal.
¿Hombre, nunca saboreaste tu sangre, al cortarte un dedo por azar? Que rica es, verdad; porque no tiene ningún gusto. Por otra parte, ¿no recuerdas que un día, en tus reflexiones lúgubres, te llevaste la mano, con la palma ahuecada, a la cara enfermiza mojada por lo que caía de los ojos; y que dicha mano, en seguida, se dirigía fatalmente hacia la boca que bebía las lágrimas a largos sorbos, en esa copa temblorosa como los dientes del alumno que mira oblicuamente a aquél que ha nacido para oprimirlo? Que ricas son, verdad; porque tienen gusto a vinagre. Parecen las lágrimas de la que ama con más fuerza; pero las lágrimas del niño saben mejor al paladar. Éste no traiciona porque aún no conoce el mal: la que ama con más fuerza traiciona tarde o temprano... lo adivino por analogía, aunque ignoro qué es la amistad, qué el amor (es probable que nunca los acepte, al menos de parte de la raza humana).
Por lo tanto, dado que tu sangre y tus lágrimas no te disgustan, aliméntate, aliméntate con confianza de las lágrimas y de la sangre del adolescente. Véndale los ojos mientras desgarres sus carnes palpitantes; y, después de haber oído durante largas horas sus gritos sublimes, similares a los gritos ahogados y penetrantes que lanzan, en una batalla las gargantas de los heridos agonizantes, entonces, después de haberte separado como una avalancha, llegarás corriendo desde el cuarto contiguo y simularás venir en su ayuda. Le librarás las manos, de nervios y venas hinchados, devolverás la vista a sus ojos extraviados y le lamerás, nuevamente, las lágrimas y la sangre. ¡Qué autenticidad logra entonces el arrepentimiento! La chispa divina que hay en nosotros y tan rara vez aparece, se deja ver; ¡demasiado tarde!
El corazón desconoce sus límites al poder consolar al inocente a quien hemos herido: "Adolescente que acabas de sufrir crueles dolores, ¡quien ha podido comenter un crímen que no sé cómo calificar! ¡Qué infeliz eres! ¡Cómo debes sufrir! Y si tu madre lo supiese, no estaría más cercana de la muerte, tan aborrecida por los culpables, de lo que yo lo estoy ahora. ¡Pero, que son el bien y el mal! ¿Son una misma cosa mediante la cual testimoniamos, rabiosamente, nuestra impotencia y la pasión de llegar al infinito utilizando, incluso, los medios más insensatos? ¿O son dos cosas diferentes? Si... que sean más bien una misma cosa... porque, si no, ¡qué será de mí el día del Juicio Final!
Adolescente, perdóname; quien está frente a tu cara noble y sagrada es quien te rompió los huesos y te desgarró las carnes que penden en diferentes lugares de tu cuerpo. ¿Fue un delirio de mi razón enferma, un instinto secreto que no depende de mis razonamientos, similar al del águila que desgarra su presa, lo que me impulsó a cometer este crímen? ¡Y, sin embargo, sufría tanto como mi víctima! Adolescente, perdóname. Cuando hayamos dejado esta vida pasajera, quiero que permanezcamos abrazados durante la eternidad; que no formemos más que un solo ser, con mi boca pegada a tu boca. Aún así, mi sanción será incompleta. Entonces, me desgarrarás sin detenerte jamás, con los dientes y las uñas a un mismo tiempo. Para ese holocausto expiatorio me adornaré el cuerpo con guirnaldas perfumadas; y sufriremos los dos, yo, al ser desgarrado, tú, al desgarrarme... con mi boca pegada a tu boca.
Oh, adolescente, de cabellos rubios, de ojos tan dulces, ¿harás ahora lo que te aconsejo? Quiero que lo hagas, aunque te pese y mi conciencia será feliz. Después de haber hablado de tal manera, habras hecho daño a un ser humano y, al mismo tiempo, serás amado por ese mismo ser: es la mayor felicidad que pueda concebirse. Más tarde, podrás llevarlo al hospital; porque el inválido no se podrá ganar la vida. Dirán que eres bueno y las coronas de laurel y las medallas de oro ocultarán tus pies desnudos, dipersos sobre la gran tumba, de viejo aspecto. Oh, aquél cuyo nombre no quiero escribir en esta página que consagra la santidad del crímen, sé que tu perdón fue inmenso como el universo. ¡Pero yo existo aún!
Fragmento del Canto Primero de "Los Cantos de Maldoror" del Conde de Lautréamont.