Título: "El Retrato y la Muerte"
Autora: Virginia de la Cruz Lichet
Editorial: Temporae
Lugar: Madrid
Año: 2013
En el pasado, cuando un ser querido moría, los que velaban su cuerpo
pedían a un profesional que sacara una foto del cuerpo antes de ser
enterrado. Los motivos eran varios pero solo dos importantes. Lo primero
que hay que tener en cuenta es que la muerte no era algo tan ajeno. Era
rutina. El que perdía a un hijo, a un hermano o a una madre quería
tener una imagen suya como recuerdo, “para no olvidar su cara”. Por qué
no sacaban una fotografía de esa persona en vida es una pregunta que nos
hacemos ahora pero que no se formulaban entonces. No se podían permitir
tener miles de fotos y escogían gastar el poco dinero del que disponían
en la última imagen posible. Segundo, les servía como documento
notarial. Si uno enviaba a las Américas la fotografía del fallecido (o
un álbum del entierro), podía esperar con seguridad un envío de dinero
para pagar todos los gastos.
Todas esas fotografías han llegado hasta nosotros porque la muerte lo
deja todo atrás, pero no fueron hechas para la galería. Formaban parte
de la intimidad familiar. Hoy se conservan en manos de coleccionistas
(algunas cuestan muchísimo dinero) y en vitrinas de museos etnológicos.
Se estudian, se analizan y se catalogan. Las poses obligadas forman
parte de movimientos artísticos. Como ángeles, como la Alicia de
Carroll. Aquí tenemos un álbum recuerdo del entierro de una joven
llamada Josefa Ogea Sisto y en ésta otra podemos observar cómo la luz
incide sobre el perfil. El trabajo de Virginia de la Cruz Lichet es
impecable y muy respetuoso.
Mi aficción por este tipo de fotografías es heredada y, al mismo tiempo, inexplicable. Una vez compartí mi vida con un hombre que rondaba y al que rondaban. No espíritus inexistentes sino recuerdos de la infancia en un cementerio. Me contagió la melancolía y ahora solo siento ternura cuando las miro. Ojalá los demás lo entendieran así también.
Vía: Uno de libros
Mi aficción por este tipo de fotografías es heredada y, al mismo tiempo, inexplicable. Una vez compartí mi vida con un hombre que rondaba y al que rondaban. No espíritus inexistentes sino recuerdos de la infancia en un cementerio. Me contagió la melancolía y ahora solo siento ternura cuando las miro. Ojalá los demás lo entendieran así también.
Vía: Uno de libros
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