Nuestro desmesurado deseo de vivir está en pugna con los achaques de la vejez y la brevedad de la vida. Poseemos el instinto de la vida, pero carecemos del de la muerte. La humanidad entera se estremece ante la muerte, ante el espectro de la degradación física y moral de la vejez. Las mismas religiones solo le han producido un débil consuelo. Predican la resignación ante lo inevitable, y para mitigar el pavor, para satisfacer el deseo innato de vivir, de vivir sin tregua, nos auguran que hemos de renacer en otra vida mejor: la vida eterna. En su inmensa piedad por la pobre humanidad, a la que nada podría consolar de la pérdida de la vida terrenal, estas religiones afirman rotundamente que la otra vida será infinitamente mejor. Sin embargo, ateos y creyentes piden a Dios o a la ciencia que les prolongue la existencia sobre la tierra y les aleje los achaques degradantes de la vejez.
Desgraciadamente, cuando menos hasta estos últimos tiempos, la ciencia se ha mostrado impotente para procurar un remedio a la vejez y alejar el término fatal. Conocemos las causas indirectas de la senectud, los efectos de ciertas dolencias; pero ignoramos completamente la razón íntima de la decadencia de nuestros órganos, decadencia que se produce inevitablemente en una época casi fija. Por encima de las causas banales, queda una incógnita insuperable: ¿Podremos abordarla, podremos penetrar el misterio de nuestro organismo y dar con la causa primordial de nuestra vejez y de nuestra muerte? Únicamente la solución a este problema, al descubrir el secreto de la naturaleza, podría encaminarnos hacia el remedio posible contra el estado senil, que a cierta edad influye lamentablemente sobre nuestro cuerpo.
Por arduo que sea el problema, no debe considerarse fuera del alcance de las investigaciones permitidas a la ciencia. La imposibilidad de conocer el origen de la vida y la aparición del primer ser viviente, en ningún modo debe excluir la posibilidad de descubrir la causa de la muerte. En efecto, el origen de la vida se remonta a millones de años, y actualmente nos es imposible reconstruir las condiciones atmosféricas: calor, humedad, composición del aire, radiaciones, así como el estado de la materia, muy particular en tal circunstancia, que permitieron el surgimiento de la vida.
Por el contrario, la muerte es un fenómeno que en hartas ocasiones nos es dable observar. Nuestro estudio puede extenderse desde el ser más simple al organismo más complicado. Es más, por la experimentación podemos comprobar una hipótesis que nos sugiere la observación: si bien nos es imposible crear artificialmente la vida, artificialmente podemos realizar las condiciones que aceleren o alejen la muerte. La investigación en este sentido está por lo tanto justificada, y el fracaso de las investigaciones anteriores no debe invalidar ningún nuevo esfuerzo que tienda a resolver este problema, el más grave, el más avasallador para la humanidad.
De "A la Conquista de la Vida" por el Dr. Sergio Voronoff; Editorial Claridad, Buenos Aires, s/f.
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