Acostumbramos a mirar a la muerte con temor y repugnancia, y nuestra imaginación se complace en prestarle las tintas más negras de su rica colección, las más extravagantes imágenes de sus tesoros fantásticos: se la pinta generalmente en forma de un esqueleto humano armado de afilada guadaña, listo para dividir el hilo de la vida en el momento menos pensado. Lo último no carece de verdad, y tal incertidumbre que a primera vista inquieta y asusta, es no obstante, bien examinada, un beneficio real que Dios nos ha concedido en su eterna bondad y sabiduría.En efecto, la noticia exacta del límite de nuestra existencia terrena, amargaría sin tregua el tránsito rápido de la vida, y hasta llegaria a ser un inconveniente para nuestro adelanto moral e intelectual, sobre todo en aquellas personas que todo lo refieren a los efímeros placeres del mundo, sin tener ideas claras y definidas de su ser, ni de su suerte futura; muchos nobles estímulos desaparecerían, y los mejores y más enérgicos propósitos se entibiarían en nuestro ánimo, o serían mal ejecutados bajo la influencia del desaliento que traería aparejada la noción fija de nuestra hora final.
Por el contrario, la incertidumbre del momento último de nuestra peregrinación terrestre agranda los horizontes de nuestras esperanzas, expande nuestro espíritu y nuestro corazón, y mecidos en brazos de nuestras ilusiones, apenas nos apercibimos de que todo lo que tiene vida perece mas tarde o mas temprano, siendo el Creador la única excepción de esa ley universal y eterna.¿Más, por qué miramos a la muerte por un prisma tan falaz, que nos la presenta como la última y más tremenda de las catástrofes que pueden abrumar a la mísera humanidad? Preguntádselo a nuestras preocupaciones, a nuestra ignorancia, a nuestro egoísmo, y consultad sobre esto el catálogo de nuestro extravíos y de nuestras demencias. A no dudarlo, los antiguos era más razonables que nosotros, aunque los dejamos a muchos centernares de años a la retaguardia.Verdad es que ni los griegos, ni los romanos alzaron templos, ni altares a la Muerte, sin embargo que la daban por padre a la Noche, y al Sueño por hermana y compañera; pero no le atribuian los horribles rasgos y símbolos que, en tiempos más recientes, las creencias populares se han entretenido en dibujarla.
En la antiguedad, con más o menos excepciones, entre otros símbolos o figuras con que los pueblos se complacían en representarla, era uno, la de una joven bella, durmiendo el sueño eterno en los brazos de su silenciosa madre, la Noche, y al lado de su perezosa hermana, el Sueño.Nos parece que ese significativo cuadro daba una una idea más verosímil, a par que menos asustadora de la muerte, y que las ideas que de su contemplación surgían retemplaban mejor el ánimo, para soportar con mayor dignidad y valentía la materialidad del trance final que tan gravemente preocupa a las masas inconscientes en medio de las epidemias, o de otros desastres con que la Providencia suele probar a los hombres, o hacerles expiar sus crímenes, en el interés de su progreso. El temor a la muerte, es pues, una enfermedad del Espíritu favorecida por preocupaciones que la verdadera religión y el Espiritismo condenan y que la razón ayudada por los conocimientos espiritas acaba por destruir totalmente.
De la "Revista Espiritista, periódico de estudios sicológicos"; Año I, Num. 12, Montevideo, mayo de 1873.
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