sábado, 8 de abril de 2017

La "Danza de la Muerte", de Holbein


No hay escena en la que un pintor superficial y débil hubiera adoptado con más seguridad los lugares comunes de la creencia de su época que la muerte de un niño, sobre todo la muerte de un niño de aldea, un retoño nuevo del campo y de la cabaña. Seguramente para ese pintor, los ángeles guardarían su lecho de enfermo y se regociarían al llevar su alma; y sobre su mortaja se esparcirían flores y los pájaros cantarían en su tumba. Así pensaría y pintaría vuestra vulgaridad sentimental. Holbein ve los hechos como son en realidad, hasta el punto en que la visión cesa. Entonces habla.


La cabaña del labrador campesino es así: la lluvia entra por su tejado, la cal se desmorona de sus tabiques, el hogar está encendido con unas pocas astillas y virutas en un espacio algo alzado sobre el duro suelo, con todo lo que puede combinarse para el uso, sin lujo alguno. La leña húmeda chisporrotea; el humo, detenido por el tejado, aunque no hay lluvia, se repliega otra vez y baja. Pero la madre puede calentar la cuna de niño: le da pan y leche, cogiendo el puchero con la larga asa; y aunque sea sobre el fangoso suelo, son felices -ella y su hijo y su hermano- si siguiesen ahí. No seguirán; el niño debe abandonarlos, nunca más necesitará leche caliente. De buena gana se quedaría; no ve a los ángeles, sólo siente una presión helada en su mano y que no puede quedarse. Los que le amaban gritan y besan sus cabellos en vano, aturdidos de disgusto. "¡Oh, pequeñito!, ¿Tienes que descansar en el campo y ni siquiera esta noche bajo este tejado de tu madre?".


Y así siempre: no había en el antiguo credo un asunto en que más resuelta y constantemente se insistiese en la muerte de un mísero. Había sido feliz hasta entonces, pensaban los antiguos predicadores; pero su hora había llegado; y la sombría avidez del infierno está despierta y vigilante; la afilada garra de la harpía hará presa en su alma y disipará su tesoro para otros. Así enseñaba el predicador y el pintor de lugares comunes. No así Holbein.


¡El demonio quiere apoderarse de su alma, es verdad! Aún más, nunca tuvo un alma sino por donación del demonio. ¡Su miseria comienza en el lecho de muerte! Aún más, nunca tuvo una hora feliz en su vida. El demonio está con él ahora, un demonio mezquino, extenuado, sin aliento siquiera para respirar fuerte. Aviva la hoguera del infierno con una máquina. Es en invierno y el rico tiene su capa forrada, gruesa y pesada; el mendigo, descubriéndose para para pedirle limosna, con la piel y los harapos colgando, toca su hombro, pero todo en vano; hay otros negocios entre sus manos. Má hosco que el mismo mendigo, consumido y paralítico, el rico cuenta con los dedos las ganancias de los años venideros.


Pero de estos años, por infinitos que hayan de ser, no dice nada Holbein. "No sé nada; no veo nada. Sólo veo, en este día de invierno, el pálido obstáculo que hay a vuestros pies, la muerte por vosotros no percibida y olvidada. No salvaréis el obstáculo que pasa a vuestra lado; hay en el extremo una figura macilenta, en la piel y en los huesos, que os detendrá; y para todos los tesoros ocultos de la tierra, aquí está vuestra azada; cavad y rebuscadlos".

De "Arte primitivo y pintores modernos" por John Ruskin. Editorial El Ateneo, Buenos Aires, 1944.

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