En 1810, la Revolución de Mayo había abatido al último virrey del Río de la Plata. En su lugar, la Primera Junta, presidida por Cornelio Saavedra, discurría los medios para lograr la independencia y establecere un régimen político basado en la soberanía popular. Expediciones salían de prisa, hacia las provincias interiores, para afianzar los principios de la revolución y desbaratar los planes contrarrevolucionarios de los realistas. En Córdoba, en secretos conciliábulos, el gobernador Gutiérrez de la Concha y otros personajes fraguaban un plan de resistencia para desbaratar la revolución. Estaba con ellos el ex virrey Santiago de Liniers, que tendría a su cargo las operaciones.
Conociendo estas maquinaciones, la Primera Junta apresuró la partida de un contingente expedicionario al mando del coronel Francisco Ortíz del Campo, con esta terrible orden: que los cabecillas de la confabulación de Córdoba fueran fusilados "en el momento en que todos o cada uno de ellos fueran pillados, sean cuales fueren las circunstancias, sin dar lugar a minutos que proporcionasen ruegos y relaciones capaces de comprometer el cumplimiento de esta orden...". Los jefes realistas fueron, en efecto, capturados; pero en vez de fusilarlos se los remitió a Buenos Aires, para posibilitar una conmutación de la pena, cediendo a las súplicas de Córdoba.
Se cuenta que, al saberlo, el doctor Mariano Moreno -inspirador de aquella extrema medida- envió al doctor Castelli con orden de fusilar a los prisioneros donde los encontrase. "Espero que no incurrirá en la misma debilidad de nuestro general -le dijo-; pero si aún así la determinación tomada no se cumple, irá el vocal Larrea; y por último iré yo mismo si fuere necesario". La severa medida se cumplió el 26 de agosto de 1810 entre las postas de Lobatón y Cabeza de Tigre, a cuyo efecto los prisioneros fueron internados en el bosquecillo de los Papagayos. Antes de la descarga, Liniers se quitó la venda de los ojos y se arrodilló. Después de la ejecución, los cuerpos fueron llevados al pueblo de Cruz Alta.
Liniers había cometido la imprudencia de querer retener el torrente de la revolución, y éste lo arrastró. Su sacrificio puso en evidencia su lealtad a España; esa lealtad de la que tanto había dudado. Sus despojos fueron exhumados en 1861 con el objeto de llevarlos a la capital, donde se erigiría un monumento alusivo. Pero fueron cedidos a España, a pedido de la reina Isabel; y desde entonces descansan en el panteón de los marinos ilustres, cerca de Cádiz.
De la "Enciclopedia Estudiantil" N° 163, Editorial Codex, Buenos Aires, 8 de agosto de 1963.
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