REMINISCENCIA CRIOLLA
Hace cerca de medio siglo, allá por el año 50, alcanzamos a ver en un pueblo de campaña, las ceremonias que entonces se celebraban en sufragio de las benditas ánimas del purgatorio, y es curioso parangonarlas con las que ahora se usan en ese mismo dia, en conmemoración de los fieles difuntos. Por aquella época, en que todavía la higiene no se había inmiscuido en asuntos de entierros, los cementerios eran parte integrante de las iglesias, y como éstas se ubicaban con frente á las plazas principales, es claro que los cadáveres se depositaban en el centro de las poblaciones, si bien á mayor profundidad, porque los enterradores cumplían con más conciencia que ahora, la consigna de los nueve palmos bajo tierra. Cuando los muertos o sus deudos eran personas pudientes, se colocaban sobre las losas sencillos monumentos de ladrillo, algunos de ellos con verja, pero por lo común de un gusto arquitectónico detestable; y eso sucedía en el cementerio del cuento.
La iglesia del pueblo era un rancho con paredes de material y un campanario formado por cuatro palos clavados en el suelo y unos atravesamos de que colgaban las campanas, ocupaba, junto con el cementerio, una media manzana con frente a la plaza principal, y a la casa del cura, que era un excelente vasco español, llamado don Cosme, a quien servía de sacristán un paisano suyo, don Pascual, muy amigo de los muchachos que ayudaban á misa, y muy enemigo de los perros que perseguía con un arreador cuando levantaban la pata para profanar el templo o la mansión de los muertos. Era, pues,como decíamos, el día de las ánimas y próximamente las diez de la mañana. Las campanas de la iglesia tocaban a muerto y la gente de los alrededores y campaña iba cayendo al cementerio en pelotones, con cargueros de aves y cereales, de quesos y manteca, de corderos, lechones y cabritos.
A manera que llegaban, maneaban sus caballos y transportaban la carga a los sepulcros o al pie de las cruces de madera que señalaban los lugares donde yacían sus deudos, dejando a poco andar convertido en feria dominguera aquel lugar del silencio. De cuando en cuando Don Pascual, que vestía ese día su chaqueta y pantalón de parada, recorría el cementerio saludando con aire protector a los que con sus dádivas y las velas de sebo que encendían al pie de las sepulturas, buscaban el alivio de las ánimas del purgatorio. Los cabritos y los corderos maniatados entonaban sobre las tumbas un coro de balidos, como el canto de las víctimas destinadas al sacrificio; y las aves, como presintiendo también un fin idéntico, depositaban sobre las lápidas mortuorias, entre aleteos y graznidos, algo que no exhalaba olor a flores. De repente las campanas doblaron con insistencia; se oyeron murmullos de rezos a la puerta del templo y apareció nuestro cura don Cosme, escoltado por el sacristán y dos ó tres monacillos.
Los responsos comenzaron a menudearse que era un gusto, prolongándose más o menos en cada sepultura, según la importancia de las dádivas en ella colocadas, y los monacillos, a manera que se iban terminando, recogían a una seña de don Pascual las ofrendas de los devotos, que transportaban enseguida a la casa del cura, para volver por las otras. Aquello era sencillamente monstruoso, bajo el punto de vista de la civilización, por más que demostrara la sencillez y buena fe de los pobres paisanos a quienes impresionaba de una manera increíble las pinturas de aquellos cuadros de ánimas que por entonces se exhibían en los templos, representando mujeres y hombres desnudos sumergidos entre mares de llamas. Poco a poco la antorcha del progreso ha ido borrando con su luz las sombras del pasado y hoy se celebra de una manera bien distinta la conmemoración de los difuntos.
Verdad que siempre hay personas (que no criticamos ni aplaudimos porque es cuestión de creencias y nosotros pensamos que cada cual puede tenerlas como mejor le parezca) pero ya no hay cuadrúpedos que balen sobre las tumbas, ni aves que las ensucien. Ahora en vez de todo eso, que llevaba el paisano, con la conciencia de aliviar á sus deudos los tormentos del purgatorio, hay profusión de cruces y coronas de flores, más o menos lujosas, que la vanidad, incitada por el comercio, arroja sobre las tumbas, con mucho menos fervor que aquellos gauchos de antaño depositaban sus quesos y sus aves. Si las sensaciones de la vida se sintieran a través del sepulcro, y yo estuviera durmiendo el sueño eterno, preferiría el sentimiento de piedad de los primeros a la pompa mundana de los últimos. En el fondo, aquello era pura ignorancia, perfumada con las aromas del amor y el recuerdo. Lo de ahora es vanidad sin perfume. La reforma es evidentemente meritoria pero desacertada la elección de los medios.
Si las preces del hombre pueden llegar al eterno en favor de los muertos, deben volar hasta él como nubes de aroma desprendidas del incensario del alma, y no como ecos perdidos de instrumentos metálicos que suenan en los altares de los cultos externos. El paisano de hace medio siglo profanaba las tumbas sin saberlo, inducido por el engaño de los que debían enseñarlo. Y lo respecto a otras cuestiones sociales, porque la luz de la civilización alumbra pocas veces los fogones de los párias de nuestra campaña.La masa del paisano se amolda fácilmente á las costumbres que tienen por base la moral y el cariño; lo que falta son obreros espertes y concienzudos que preparen los moldes. Cuando eso suceda, ya no habrá cementerios al aire libre guarnecidos por corrales de piedra en las cumbres de nuestros campos, ni cruces diseminadas que señalen las tumbas de las víctimas de la guerra civil ó las venganzas.
El Viejo Calisto
Del semanario criollo "El Fogón", N° 9. Montevideo. Año I, 3 de noviembre de1895.
NOTA: El "Viejo Calisto" es el seudónimo que utilizaba el escritor y poeta gauchesco uruguayo Alcides de María (1839-1908), redactor responsable del semanario El Fogón, publicado en Montevideo entre 1895 y 1913.
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