¡Morir! ¡Ah, Dios mío! Los animales, cuando sienten que se aproxima su término, van a tumbarse en un rincón, tranquilos y resignados, y expiran sin una queja, en una divina inconsciencia, en una santa y piadosa inconsciencia, devolviendo al gran laboratorio de la Naturaleza la misteriosa porcioncita de su alma colectiva. Las flores se pliegan silenciosas y se marchitan sin advertirlo (¡o quien sabe!) y sin angustia alguna (¡¡o quien sabe!!). Todos lo seres mueren sin pena... menos el hombre. Ninguno de los animales sabe que ha de morir, y vive cada uno su furtiva existencia en paz... Sólo el hombre va perseguido por los fantasmas de la muerte, como Orestes por su séquito de Euménides... ¡horror! ¡horror!
Dos maneras sólo hay de morir: se muere, o por síncope o por asfixia. Poco me espanta la primera de estas muertes... Un desmayo... y nada más; un desmayo del que ya no se vuelve: la generosa entraña cesa de latir y nos dormimos dulcemente para siempre; pero la asfixia... ¡Dios mío!, la asfixia que nos va sofocando sin piedad, que nos atormenta hasta el paroxismo... Y unido a ella el terror de lo que viene..., de lo desconocido que abre, su bocaza insaciable..., de los "único serio" que hay en la vida.
A más de cien médicos he preguntado: - Qué, ¿se sufre al morir? Y casi todos me han respondido: - No; se muere dentro de una perfecta inconsciencia... ¡Ah!, sí; esto es lo natural, lo bueno, lo misericordioso: la santa madre, la noble madre Naturaleza debe envolvernos en un suave entorpecimiento; debe adormecernos en sus brazos benditos durante esa transición de la vida a la muerte. Sin duda que morimos como nacemos... en una misteriosa ignorancia... Pero ¿y si no es así?... ¿si no es así?... me preguntaba yo temblando.
De "Almas que pasan" de Amado Nervo; Editorial Calomino, Buenos Aires, 1946.
No hay comentarios:
Publicar un comentario