El ignominioso suplicio pagano que acababa la vida afrentando la muerte, el madero cruel en que se clavaban no sólo los criminales, sino las fieras y las alimañas inmundas, fue purificado para siempre por la sangre del más divino de los héroes, el que hizo enmudecer al atrevido Carlyle y enternecerse al formidable Renán; el que cambió el mundo, con su palabra suave, desde un rincón de Galilea. Sobre el desnudo y trágico cerrro, lleno de calaveras de ajusticiados, la cruz, al lívido resplandor del inolvidable crepúsculo, se volvió sagrada.Fue el símbolo de la Trinidad; ahuyentó al demonio, provocó los milagros y conquistó a Dios. El número tres fue el número mágico por excelencia. La teología introdujo la misteriosa figura de la cruz en la razón, y el sentimiento la implantó en el arte. La cruz fue el patrón y la base de las catedrales que se alzaron como una plegaria aguda hacia el firmamento. Las espadas la llevaron en el puño, y los barcos en las hinchadas velas.
Las manos crispadas hacían su signo sobre el pecho amenazado, y las manos difuntas lo hacían también entre la sombra de los sepulcros. Se levantó en la cúspide de las rocas batidas por el mar, y se cosió a la cota de los conquistadores. Señaló las tumbas anónimas, y brilló en la corona de los reyes. La cruz era la vida terrena y la vida celestial.Fue dueña de las generaciones futuras, porque las vírgenes más bellas y más nobles se enamoraban de Cristo, y se consagraban a la cruz. Aborrecían hasta la hermosura que las hacia deseables, y mientras los hombres crucificaban su pensamiento, las mujeres superiores destruían su salud.Una santa ruega a Dios que la torne repugnante, y sus pies se transforman en patas de ganso. Santa Brígida consigue perder un ojo y quedar tan deforme que nadie hablaba ya de casarse con ella. La bienaventurada Angadrema logra de Nuestro Señor que le cubra el rostro de una lepra hedionda. El siglo las rechaza, pero la cruz las acoge. La pasión de Jesús es su pasión. Santa Teresa crea una literatura para expresar el amor a la cruz. Santa Jacinta, como recuerdo de las llagas del Salvador, se hace en los pies, en las manos y al costado anchas heridas que entreabre ella misma continuamente. Se hace atar de noche, con cadenas de hierro, a un enorme crucifijo.
Un año, el día de Viernes Santo, Clara Rimini, las manos a la espalda, es arrastrada por las calles de la ciudad a imitación de Jesús: es amarrada a una columna, sufre las burlas y el desprecio de la multitud, es azotada; se la hace beber hasta las heces del cáliz de su Redentor. Más ¡qué marvillosa recompensa! "...El Amante tendía a su amada, desde lo alto de la cruz, sus brazos ensangrentados por el amor. Cuando quería atraerla a él, la llamaba con estas palabras: ¡Levántate, amada mía y ven!..."Muere Santa Georgina de Clermont, y "una bandada de palomas tan blancas como los cisnes blancos desciende del cielo y la acompaña a la iglesia, posándose sobre el tejado hasta que concluye el oficio divino y se deposita en el seno de la tierra esta reliquia virginal; después las palomas reanudan su vuelo y suben tan lejos que se las pierde de vista..."
Del libro "Diálogos, conversaciones y otros escritos" de Rafael Barrett. Claudio García, editor. Montevideo, 1918.
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