domingo, 17 de diciembre de 2017

La mejor corona


Guardemos silencio, e inconscientemente bajamos la vista. Cuando, al levantarla, mis ojos encontraron los suyos, observé que lloraba. En su adorable cara, reflejábase el dolor y de su garganta salían casi ahogados los sollozos. Como siempre entendí que cuando las lágrimas se dedican a la memoria de un ser amado, sirven de inefable consuelo, no quise estorbar, y sin decir una palabra me retiré, notando que la emoción se apoderaba de mí, ¡de mí! qeu alardeaba de insensible y de espíritu fuerte! ¿Qué tiene de particular -exclamé- que ella llore por la madre idolatrada al evocar su recuerdo en el aniversario cuando yo, indiferente a todo, me conmuevo ante la idea de quedar huérfano! (...)

Era el día de difuntos, y si en la tumba de la virtuosa mujer que le dio el ser faltaba una lujosa corona, la hija tejía, con las perlas que esmaltaban su rostro, una diadema que no se pagaba con el oro del mundo y que la virtuosa señora, a quien consagraba aquel raudal del sentimiento, habrá recibido en el lugar do moran los justos, con indescriptible gozo, con un gozo superior a las delicias del Paraíso, que para una madre no hay nada que valga tanto como el cariño y la gratitud de los que fueron pedazos de sus entrañas... (...)

¡Cuántas hijas llorarán como lloraba y como llora ella! Esta consideración no se aparta de mi mente, y por eso al ver en el cementerio una tumba sin corona, no desfallezco, pues creo que aquel aparente abandono ha de ser subsanado con creces por cristalinas gotas de manantial de los amores. 

Adolfo Vázquez Gómez

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