Clelia Rovere, periodista italiana, si no hubiese muerto tan joven, habría llegado a ser un escritora auténtica. La conocí en Il Mattino d´Italia, donde ella publicó un comentario a una página mía. Creo que también me envió unas líneas. Le escribí. No tardamos en conocernos y en ser buenos amigos. Era una belleza auténtica. Pocas mujeres más lindas vi en mi vida. Cutis muy blanco, rostro ovalado, facciones perfectas. Era de estatura mediana y bastante llena de carnes. Hablaba con dulzura, con una voz musical, clara, de bello timbre.
Colaboró mucho en Il Mattino, y llegó a ser empleada del diario. Publico un artículo sobre mi libro Miércoles Santo. Sus escritos, aunque de una persona que se iniciaba en las letras, no estaban mal y denunciaban especiales aptitudes literarias. Conocía bien a los escritores italianos y no ignoraba en absoluto la literatura mundial contemporánea.
Un día quiso que fuese yo a conocer a sus padres, a tomar el té con ellos. El padre, Rovere, era simpático y relativamente instruido. Trabajaba en una imprenta, como regente, si no me equivoco. No era un obrero, sino un hombre de clase media. La madre de mi joven amiga parecía una paisana o una mujer del pueblo. No tenía nada de agradable en su rostro cuadrado, tosco, duro, impenetrable. No sonrió ni una sola vez durante mi visita y hasta creo que no abrió la boca.
Una noche alguien me llama por teléfono para avisarme que Clelia Rovere había muerto y pedirme que fuese a la casa. Lo que vi en el pequeño y modesto departamento fue horrible: la madre y la hija yacían sin vida, en sus féretros, una junto a la otra.
Pensé en un accidente. Pero allí supe que se habían suicidado. Un par de meses antes había muerto un hermano de Clelia. La madre detestaba nuestra ciudad. No tenía amistad con nadie y su solo pensamiento era abandonar este país odioso. Pero esto no explica el suicidio de Clelia. ¿Por qué una linda mujercita de veinticinco años había hecho eso? Su padre intentó explicármelo: "la madre, que ejercía gran poder sobre ella, la había convencido de que debían morir juntas".
No pude comprenderlo: Clelia era joven, inteligente, culta, buena, y la madre era ignorante, nada inteligente y, acaso, primitiva.
De "Entre la Novela y la Historia" por Manuel Gálvez; Librería Hachette, Buenos Aires, 1962.
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