Lisandro de la Torre (1868-1939)
Lisandro de la Torre se eliminó de este mundo en 1939. Aunque escribió bastante, no fue escritor sino político. Sin embargo, puede entrar en la literatura como orador, ya que él lo era en altísimo grado -tal vez el primero de su tiempo- y la oratoria es uno de los géneros literarios. Cuando propuse al ministro Rothe los nombres de quienes, a mi juicio, debían formar la futura Academia, incluí a de la Torre, como representante de la oratoria. Y no recuerdo quien dijo: la mejor literatura es la que se hace en el país actualmente son los discursos de Lisandro de la Torre. No era, por cierto, un orador artista, como Roldán, sino un hombre que dice con claridad, exactitud y corrección lo que quiere decir.
Dos días antes de suicidarse, lo encontré frente a una de las ventanillas de la administración del Jockey Club. Ibamos a pagar nuestra cuota trimestral de socios. El había llegado por la calle Tucumán y salió por allí mismo, de modo que no entró en el Club. Como, indudablemente, ya tenía resuelto desaparecer, piénsese en un gesto de honradez: no quería morir sin pagar lo que debía, aunque se tratase de unos pocos pesos y de una institución poderosa como el Jockey. Este es el hombre a quien, no muchos años antes, sus enemigos acusaron de procedimientos incorrectos en asuntos de dinero...
En esos días en que se mató estaba imprimiéndose el libro sobre Yrigoyen. Le dije que pronto saldría y que allí hablaba de él muy bien. Yo, que había observado ya alguna melancolía en sus ojos, vi como se ahondaba esa melancolía. El gran hombre puso su mirada en quien sabe que mundos lejanos, mientras sonreía con la más triste de las sonrisas. Dos días después, al saber su muerte, pensé que esa sonrisa triste podía significar: "¡Lástima que yo no pueda leer lo que usted dirá!" Y se despidió, dándome la mano con afectuosidad y sin que la tristeza se borrara de sus ojos.
¿Se suicidó este hombre por motivos políticos? No es posible creerlo. Más bien pienso que lo mató su propia amargura. Se imaginaba un fracasado, y sin motivo porque considerábasele como uno de los grandes argentinos de su tiempo. A de la Torre le faltó un hogar, como también le faltaron consuelos espirituales: era absolutamente incrédulo y hasta sospecho que ateo. Se había formado en el positivismo, y procedía del Rosario, en donde el ambiente había sido, a fines del siglo pasado y a principios del presente, harto materialista.
Lo imagino a de la Torre como un hombre que, acaso en toda su vida, no sintió a su lado la verdadera ternura. Se le creía rabiosos, "envenenado". Estoy seguro que si hubiese conocido a Dios se habría salvado.
De "Entre la Novela y la Historia" de Manuel Gálvez; Librería Hachette, Buenos Aires, 1962.
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