Confieso francamente cómo nunca pensé morir en aquella ocasión. Cuando las llamas prendieron en mis ropas y no pude apagarlas, a pesar de los esfuerzos, me angustié mucho y hasta creo que perdí un poco la cabeza. Perdí no; no es la palabra, ya que durante el pavor del trance conservé un extraordinaria lucidez, hasta el instante en que mi conciencia se desvaneció un crepúsculo y luego cayó en la sombra. Devoradas las ropas, el fuego lamió mi carne con sus lenguas de caricias mortales. Las llamas parecían serpientes luminosas, y las serpientes cantaban, cantaban algo como una canción de exterminio. Las llamas me sirvieron de iluminación. Sin saber como, a esta luz, vi, en un momento, cuanto había visto en mi vida. Vi las personas, las cosas y las ideas. Lo vi todo como en un fresco maravilloso. No era una pesadilla. Era algo muy real; yo estaba viendo todo aquello. Fragmentos de mi vida, que no recordaba, aparecieron de súbito y distintamente a mis ojos.
Recordé que mi madre vestía un blanco traje de muselina constelado de estrellitas azules, la noche en que mi padre murió. Recordé a la gorda maestra que me daba muchos besos detrás de las persianas y me hacía caricias en su cuarto, a solas. Recordé una cruz rural, bajo unos mangos, en la hacienda nuestra, por donde jamás pasé de niño sin estremecerme. Allí asesinó a un borracho casi a mis ojos, un negrito sirviente de casa, de nombre Alejo. Recordé todas las dulzuras de mi vida con particular precisión. El inmenso amor de mi madre; mis viajes; sensasiones de arte; horas de triunfo; amores felices; toda la gama de impresiones de una humanidad satisfecha. Pero no sé como expresarme. También veía paisajes de amargura, caras que eran para mí representación de una contrariedad o una pesadumbre. Entre éstas, descollaba cierto rugoso, amarillento rostro lleno de cómica majestad, coronado de doctorales canas; la barba sucia, amarillosa de nicótica.
Era la cara de asno satisfecho, a quien la ingenuidad paternal presentó mis primeras rimas; del Moisés literario, cuyo reproche arcaico, fulminado desde un Sinaí de desdén y en medio de una tronitrante retórica, me hizo desde muy temprano despreciar a los pedantes y saborear como artista las primeras hieles. He dicho que también veía las ideas. Veía con una claridad sorprendente, la concreción de lo inconcreto, por un extraño modo. Así, por ejemplo, Aristóteles -un busto que había yo visto en alguna parte, en Roma- pasó a mis ojos. Advertí que pasaba la Filosofía. Mi inteligencia comprendió las cosas como si estuviese de pie sobre una montaña construida con todo el saber humano; pasó una pálida frente, ceñido el laurel. Era Dante, es decir la Poesía. Pasó otra pálida frente coronada; pero de esta corona caían gotas de sangre. Era el Cristo, es decir el Altruísmo. A la vista de estas figuras yo sentía el bienestar infinito de un momento. En mis hombros, las devorantes y mortíferas llamas, empezaron a vibrar como alas.
Todo esto fue cosa de segundos. Lo vi, lo comprendí todo en un momento. Dios también se presentó a mi vista,. Dios era todo aquello: Cristo, Dante, Aristóteles, los paisajes, los recuerdos, todo. Después del atolondramiento del principio, y cuando comprendí que era inútil todo esfuerzo por apagar las llamas, fue cuando me vino la extraña lucidez de que hablo. Pero ni entonces, ni en la fuerza del suplicio, pensé morir; pensé que, manos piadosas y fuertes, llegarían a tiempo de salvarme, y mietras me estaba desvaneciendo, soñé que días después iba a despertarme un cuarto desconocido, entre buenas gentes que me cuidaban, hasta que por fin me recobrase poco a poco. Repito: ni un momento creí que aquella fuese mi última hora.
Del lado acá de la tumba, en la sombra, se está mejor que del otro lado, bajo la caricia del sol. Me valgo de tales frases para que se me entienda; pero aquí no existen las funciones, merced a las cuales nos cabe en lote, allá en la vida, sufrimiento o placer. Aquí no se tiene conciencia -aunque se dirá una paradoja en mis labios-; aquí el pensamiento se evapora como el perfume de una flor y va adonde van los colores del arcoiris y la luz de las estrellas y las músicas. Entretanto, los átomos imperecederos se cambian en copa de tamarindo, mañana palacio de pájaros; en hoja de laurel, mañana corona de próceres; o en veta de mineral, mañana pan de infelices. La muerte vale más que la vida para aquellos que no gustan mieles, sino dolores en el mundo. Los desgraciados deben salirse de la vida, que es un festín donde no hay puesto para ellos. El pesimismo es una cosa inútil. Pero el hombre, aún el mártir, se aferra a la vida porque duda, primero, es decir, por el miedo teológico o moral, y luego porque teme, es decir, por el dolor físico que apareja la destrucción de sí propio.
La duda quizás existirá siempre, como lo más humano del ser; cuanto al dolor físico de la muerte voluntaria, aunque el bien que se compre al precio del sacrificio es grande y valioso, parecerá al hombre siempre caro. El hombre es avaro de su vida. Si el dolor del parto se padeciera antes del placer del amor, ninguna mujer tendría prole. En esto, como en todo, es sabia la naturaleza. Cuenta una hermosa leyenda terrenal, que un profeta resucitó al hermano de dos mujeres piadosas, Si alguien pudiera, como en el relato bíblico, prender la llama de la existencia en lámparas humanas vacías de aceite vital; si alguien pudiera recoger y fundir los átomos dispersos que animaron un ser, y si este taumaturgo me infundiera la vida, yo la apostrofaría, indignado. - ¿Por qué, le diría, me arrojas al agujero luminoso adonde entro sin deseo y de dónde saldré a mi pesar? ¿Por qué me reduces de nuevo al dolor, cuando ya me había libertado de él? ¿Por qué me haces el mal de la vida, Señor, por qué? Mas no abrigo el temor de que ningún profeta me resucite.
F. BLANCO FONBONA
De "Apolo", revista de arte. N° 1. Montevideo,01 de febrero de 1906.
No hay comentarios:
Publicar un comentario